Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la
vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor.
Es fuerte la muerte, que tiene el poder para
desposeernos de los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene el
poder para arrebatar a la muerte su presa y devolvérnosla.
Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es
fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus
embates, de confundir su victoria. Lo cual tendrá lugar cuando podamos
apostrofarla diciendo: ¿Dónde están muerte, tus embates?
Es fuerte el amor como la muerte, porque el amor de
Cristo da muerte a la misma muerte. Por esto dice: Oh muerte, yo seré tu muerte;
país de los muertos, yo seré aguijón. También el amor con que nosotros amamos a
Cristo es fuerte como la muerte, ya que viene a ser él mismo como una muerte,
en cuanto que es el aniquilamiento de la vida anterior, la abolición de las
malas costumbres y el sepelio de las obras muertas.
Este nuestro amor para con Cristo es como un
intercambio de dos cosas semejantes, aunque su amor hacia nosotros supera al
nuestro. Porque él nos amó primero y, con el ejemplo de amor nos dio, se ha
hecho para nosotros como un sello mediante el cual nos hacemos conformes a su
imagen, abandonando la imagen del hombre terreno y llevando la imagen del
hombre celestial, por el hecho de amarlo como él nos ha amado. Porque en esto
nos ha dado ejemplo, para que sigamos sus huellas.
Por eso dice: ponme como un sello sobre tu corazón. Es
como si dijera: Ámame, como yo te amo. Tenme en tu pensamiento, en tu recuerdo,
en tu deseo, en tus suspiros, en tus gemidos y sollozos. Acuérdate, hombre, qué
tal te he hecho, cuán por encima te he puesto de las demás creaturas, con qué
dignidad te he ennoblecido, cómo te he coronado de gloria y de honor, cómo te
he hecho un poco inferior a los ángeles, cómo he puesto bajo tus pies todas las
cosas. Acuérdate no sólo de cuán grandes cosas he hecho por ti, sino también de
cuán duras y humillantes cosas he sufrido por ti; y dime si no obras
perversamente cuando dejas de amarme, ¿Quién te ama como yo? ¿Quién te ha
redimido sino yo?
Quita de mí, Señor, este corazón de piedra, quita de mí
este corazón endurecido, incircunciso. Tu que purificas los corazones y amas
los corazones puros, toma posesión de mi corazón y habita en él llénalo con tu presencia,
tú que eres superior a lo más grande que hay en mí y que estás más dentro de mí
que mi propia intimidad. Tú que eres el modelo perfecto de la belleza, y el
sello de la santidad, sella mi corazón con la impronta de tu imagen; sella mi corazón,
con tu misericordia, tú, Dios por quien se consume mi corazón, mi herencia
eterna. Amén.
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