viernes, 28 de agosto de 2015

ALCANCEMOS LA SABIDURÍA ETERNA, DE SAN AGUSTÍN

Cuando ya se acercaba el día de su muerte-día por ti conocido, y que nosotros ignorabamos-,sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberiana, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. 

Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en tí.

Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas, y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres, ella dijo:

Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hace desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena.  ¿Qué hago ya en este mundo?

No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero al cabo de cinco días o poco más cayó en cama con fiebre. Y estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, más pronto recobró el conocimientto, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación:

¿Dónde estaba?
Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:
Enterrad aquí a vuestra madre.

Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo:

Mira lo que dice.
Luego, dirigiéndose a ambos, añadió:
Sepultad este cuerpo en cualquier lugar, esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis.

Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.

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