Os exhorto por la misericordia de Dios. Pablo, o,
mejor dicho, Dios por boca de Pablo, nos exhorta porque refiere ser amado antes
que temido. Nos exhorta porque prefiere ser padre antes que ser Señor. Nos
exhorta Dios, por su misericordia, para que no tenga que castigarnos por su
rigor.
Oye lo que dice el Señor: Ved, ved en mí vuestro
propio cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra
sangre. Y si teméis lo que es de Dios, ¿por qué no amáis lo que es también
vuestro? Si rehuís al que es Señor, ¿por qué no recurrís al que es padre?
Quizás os avergüence la magnitud de mis sufrimientos,
de los que vosotros habéis sido la causa. No temáis. La cruz, más que herirme a
mí, hirió a la muerte. Estos clavos, más que infligirme dolor, fijan en mí un
amor más grande hacia vosotros. Estas heridas, más que hacerme gemir, os
introducen más profundamente en mi interior. La extensión de mi cuerpo en la
cruz, más que aumentar mi sufrimiento, sirve para prepararnos un regazo más
amplio. La efusión de mi sangre, más que una pérdida para mí, es el precio de
vuestra redención.
Venid, pues, volved a mí, y comprobaréis que soy
padre, al ver cómo devuelvo bien por mal, amor por injurias, tan gran caridad
por tan graves heridas.
Pero oigamos ya qué es lo que os pide el Apóstol: Os
exhorto -dice-, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos. Este
ruego del Apóstol a promueve todos los hombres a la altísima dignidad del
sacerdocio. A presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
Inaudito ministerio del sacerdocio cristiano: el
hombre es a la vez víctima y sacerdote; el hombre no ha de buscar fuera de sí
qué ofrecer a Dios, sino que aporta consigo, en su misma persona, lo que ha de
sacrificar a Dios; la víctima y el sacerdote permanecen inalterados; la víctima
es inmolada y continúa viva, y el sacerdote oficiante no puede matarla.
Admirable sacrificio, en el que se ofrece el cuerpo
sin que sea destruido, y la sangre sin que sea derramada. Os exhorto -dice-,
por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
Este sacrificio, hermanos, es semejante al de Cristo,
quien inmoló su cuerpo vivo por la vida del mundo: él hizo realmente de su
cuerpo una hostia viva, ya que fue muerto y ahora vive. Esta víctima admirable
pagó su tributo a la muerte, pero permanece viva, después de haber castigado a
la muerte. Por esta razón, los mártires nacen al morir, su fin significa el
principio, al matarlos se les dio la vida, y ahora brillan en el cielo, cuando
se pensaba haberlos suprimido en la tierra.
Os exhorto -dice-, por la misericordia de Dios, a
presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa. Es lo que había cantado el
profeta: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.
Sé, pues, oh hombre, sacrificio y sacerdote para Dios;
no pierdas lo que te ha sido dado por el poder de Dios; revístete de la
vestidura de santidad, cíñete el cíngulo de la castidad; sea Cristo el casco de
protección para tu cabeza; que la cruz se mantenga en tu frente como una
defensa; pon sobre tu pecho el misterio del conocimiento de Dios; haz que arda
continuamente el incienso aromático de tu corazón; empuña la espada de
Espíritu; haz de tu corazón un altar; y así, puesta en Dios tu confianza, lleva
tu cuerpo al sacrificio.
Lo que pide Dios es la fe, no la muerte; tiene sed de
tu buena intención, no de sangre; se satisface con la voluntad, no con
matanzas.
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