NUESTRA
OFRENDA ESPIRITUAL
La
oración es una ofrenda espiritual que ha eliminado los antiguos sacrificios.
¿Qué me importa –dice- el número de vuestros sacrificios? Estoy harto de
holocaustos de carneros, de grasa de becerros; la sangre de toros, corderos y
chivos no me agrada. ¿Quién pide algo de vuestras manos?
El
Evangelio nos enseña qué es lo que pide el Señor: Llega la hora –dice- en que
los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque
Dios es espíritu y, por esto, tales son los adoradores que busca. Nosotros
somos los verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes, ya que, orando en
espíritu, ofrecemos el sacrificio espiritual de la oración, la ofrenda adecuada
y agradable a Dios, la que él pedía, la que él preveía.
Esta
ofrenda, ofrecida de corazón, alimentada con la fe, cuidada con la verdad, íntegra
por la inocencia, limpia por la castidad, coronada con el amor, es la que
debemos llevar al altar de Dios, con el acompañamiento solemne de las buenas
obras, en medio de salmos e himnos, seguros de que con ella alcanzaremos de
Dios cualquier cosa que le pidamos.
¿Qué
podrá negar Dios, en efecto, a una oración que procede del espíritu y de la
verdad, si es él quien la exige? Hemos leído, oído y creído los argumentos que
demuestran su gran eficacia.
En
tiempos pasados, la oración liberaba del fuego, de las bestias, de la falta de
alimento, y sin embargo no había recibido aún de Cristo su forma propia.
¡Cuanta
más eficacia no tendrá, pues, la oración cristiana! Ciertamente, no hace venir
el rocío angélico en medio del fuego, ni cierra la boca de los leones, ni
transporta a los hambrientos la comida de los segadores; no impide
milagrosamente el sufrimiento, sino que, sin evitarles el dolor a los que
sufren, los fortalece con la resignación, con su fuerza les aumenta la gracia
para que vean, con los ojos de la fe, el premio reservado a los que sufren por
el nombre de Dios.
En
el pasado, la oración hacía venir calamidades, aniquilaba los ejércitos
enemigos, impedía la lluvia necesaria. Ahora, por el contrario, la oración del
justo aparta la ira de Dios, vela en favor de los enemigos, suplica por los
perseguidores. ¿Qué tiene de extraño que haga caer agua del cielo, si pudo
impetrar que de allí bajará fuego? La oración es lo único que tiene poder sobre
Dios; pero Cristo no quiso que sirviera para operar mal alguno, sino que toda
la eficacia que él le ha dado ha de servir para el bien.
Por
esto, su finalidad es servir de sufragio a las almas de los difuntos,
robustecer a los débiles, curar a los enfermos, liberar a los posesos, abrir
las puertas de las cárceles, deshacer las ataduras de los inocentes.
La
oración sirve también para perdonar los pecados, para apartar las tentaciones,
para hacer que cesen las persecuciones, para consolar a los abatidos, para
deleitar a los magnánimos, para guiar a los peregrinos, para mitigar las
tempestades, para impedir su actuación a los ladrones, para alimentar a los
pobres, para llevar por buen camino a los ricos, para levantar a los caídos, para
sostener a los que van a caer, para hacer que resistan los que están de pie.
Oran
los mismos ángeles, ora toda la creación, oran los animales domésticos y los
salvajes, y doblan las rodillas y, cuando salen de sus establos o guaridas,
levantan la vista hacia el cielo y con la boca, a su manera, hacen vibrar el
aire. También las aves, cuando despiertan, alzan el vuelo hacia el cielo y
extienden las alas, en lugar de las manos, en forma de cruz y dicen algo que
asemeja una oración.
¿Qué
más podemos añadir acerca de la oración? El mismo Señor en persona oró; a él
sea el honor y el poder por los siglos de los siglos.
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