¿Deseas
honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples
desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si
al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto es
mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: Tuve
hambre y no distéis de comer, y más adelante: Siempre que dejasteis de hacerlo
a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer. El templo no
necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio,
necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos.
Reflexionemos,
pues, y honremos a Cristo con aquel mismo honor con que él desea ser honrado;
pues, cuando se quiere honrar a alguien, debemos pensar en el honor que a él le
agrada, no en el que a nosotros nos place. También Pedro pretendió honrar al
Señor cuando no quería dejarse lavar los pies, pero lo que él quería impedir no
era el honor que el Señor deseaba, sino todo lo contrario. Así tú debes
tributar al Señor el honor que él mismo te indicó, distribuyendo tus riquezas a
los pobres. Pues Dios no tiene ciertamente necesidad de vasos de oro, pero sí,
en cambio, desea almas semejantes al oro.
No digo
esto con objeto de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos,
pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de
ellos, si Dios acepta los dones para su templo, le agradan, con todo, mucho más
las ofrendas que se dan a los pobres. En efecto, de la ofrenda hecha al templo sólo
saca provecho tanto quien la hizo; en cambio, de la limosna saca provecho tanto
quien la hace como quien la recibe. El don dado para el templo puede ser motivo
de vanagloria, la limosna, en cambio, sólo es signo de amor y de caridad.
¿De qué serviría
adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre?
Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la
mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vaso de oro y no eres capaz de dar un
vaso de agua? Y, ¿de qué serviría recubrir el altar con lienzos bordados de
oro, cuando niegas al mismo Señor el vestido necesario para cubrir su desnudez?
¿Qué ganas con ello? Dime si no: Si ves a un hambriento falto de alimento
indispensable y, sin preocuparte de su hambre, lo llevas a contemplar su mesa
adornada de vajilla de oro, ¿te dará las gracias de ello? ¿No se indignará más
bien contigo? O si, viéndolo vestido de andrajos y muerto de frío, sin
acordarte de su desnudez, levantas en su honor monumentos de oro, afirmando que
con esto pretendes honrarlo, ¿no pensará él que quieres burlarte de su
indigencia con la más sarcástica de tus ironías?
Piensa,
pues, que es esto lo que haces con Cristo, cuando lo contemplas errante,
peregrino y sin techo y, sin recibirlo, te dedicas a adornar el pavimento, las
paredes y las columnas del templo. Con cadenas de plata sujetas lámparas, y te
niegas a visitarlo cuando él está encadenado en la cárcel. Con esto que estoy
diciendo, no pretendo prohibir el uso de tales adornos, pero sí que quiero afirmar
que es del todo necesario hacer lo uno sin descuidar lo otro; es más: os
exhorto a que sintáis mayor preocupación por el hermano necesitado que por el
adorno del templo. Nadie, en efecto, resultará condenado por omitir esto segundo,
en cambio, los castigos del infierno, el fuego inextinguible y la compañía de
los demonios están destinados para quienes descuiden lo primero. Por tanto, al
adornar el templo, procurad no despreciar al hermano necesitado, porque este
templo es mucho más precioso que aquel otro.
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