A la salutación
angélica, con la que diariamente saludamos, con la devoción que nos es posible,
a la santísima Virgen acostumbramos a añadir: Y bendito es el fruto de tu
vientre. Esta cláusula la añadió Santa Isabel, después que la Virgen la hubo
saludado, repitiendo últimas palabras de la salutación angélica: Bendita tú
eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de vientre. Éste es el fruto
del que dice Isaías: Aquel día el vástago del Señor será joya y gloria, fruto
del país, honor y ornamento. Este fruto no es otro que el Santo de Israel, el
cual es al mismo tiempo semilla de Abraham, vástago del Señor y flor que sube
de la raíz de Jesé, fruto de vida del que hemos participado.
Bendito
ciertamente, en la semilla y bendito en el vástago, bendito en la flor, bendito
en el don, bendito, finalmente, en la acción de gracias y en la confesión,
Cristo fue semilla de Abraham y de David, según la carne.
Èl fue el entre
todos los hombres que se vio colmado de toda bondad, ya que se le dio el Espíritu
sin medida, de modo que sólo Èl pudo cumplir toda justicia. Su justicia, en
efecto, bastó para todos los pueblos, según está escrito: Como el suelo echa
sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar
la justicia y los himnos, ante todos los pueblos. Éste es el brote de justicia,
adornado, para mayor abundancia, con la flor de la gloria. ¿Y qué gloria? La
mayor que podamos imaginar o, mejor dicho, mayor que la que podamos imaginar.
Un vástago, en efecto, subirá de la de Jesé. ¿Hasta dónde? Hasta lo más alto,
ya que Jesucristo está en la gloria de Dios Padre. Su majestad ha sido exaltada
sobre los cielos, para que el vástago del Señor sea joya y gloria, y el fruto
del país honor y ornamento.
¿Y cuál es
el fruto que nosotros sacamos de este fruto? De este fruto bendito recibimos el
fruto de bendición. De esta semilla, de este vástago, de esta flor, primeramente,
como semilla, por la gracia del perdón, después como brote, por el aumento de
nuestra justicia, finalmente como flor, por la esperanza o la consecución de la
gloria. Bendito, en efecto, por Dios y en Dios, esto es, para que Dios se
glorificado en él; bendito también para nosotros, para que benditos por Èl
seamos glorificados en Èl, ya que, por la promesa hecha a Abraham, Dios le dio
la bendición de todos los pueblos.
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