Señor, tus
juicios resuenan sobre mí con voz de trueno; el temor y el temblor agitan con
violencia todos mis huesos, y mi alma está sobrecogida de espanto.
Me quedo atónito
al considerar que ni aun en el cielo es puro a tus ojos.
Y si en los
ángeles hallaste maldad, y no fueron dignos de tu perdón, ¿qué será de mí?
Cayeron las
estrellas del cielo, y yo, que soy polvo, ¿qué puedo presumir?
Se
precipitaron en la vorágine de los vicios aun aquellos cuyas obras parecían dignas
de elogio; y a los que comían el pan de los ángeles los vi deleitarse con las
bellotas de animales inmundos.
No es
posible, pues, la santidad en el hombre, Señor, si retiras el apoyo de tu mano.
No aprovecha sabiduría alguna, si tú dejas de gobernarlo. No hay fortaleza
inquebrantable, capaz de sostenernos, si tú cesas de conservarla.
Porque,
abandonados a nuestras propias fuerzas, nos hundimos y perecemos; más,
visitados por ti, salimos a flote y vivimos.
Y es que
somos inestables, pero gracias a ti cobramos firmeza; somos tibios, pero tú nos
inflamas de nuevo.
Toda vanagloria
ha sido absorbida en la profundidad de tus juicios sobre mí.
¿Qué es
toda carne en tu presencia? ¿Acaso podrá gloriarse el barco contra el que lo formó?
¿Cómo podrá
la vana lisonja hacer que se engría el corazón de aquel que está verdaderamente
sometido a Dios? No basta el mundo entero para hacer ensoberbecer a quien la
verdad hizo que se humillara, ni la alabanza de todos los hombres juntos hará vacilar
a quien puso toda su confianza en Dios.
Porque los
mismos que alaban son nada, y pasarán con el sonido de sus palabras. En cambio,
la fidelidad del Señor dura por siempre.
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