LOS DÍAS ENTRE LA RESURECCIÓN Y LA ASCENCIÓN DEL SEÑOR
Aquellos días, amadísimos hermanos, que transcurrieron
entre la resurrección del Señor y su ascensión (ayer) no fueron infructuosos,
sino que en ellos fueron reafirmados grandes misterios y reveladas importantes
verdades.
En el transcurso de estos días fue abolido el temor de
la muerte funesta y proclamada la inmortalidad, no sólo del alma, sino también
del cuerpo. En estos días, mediante el soplo del Señor, todos los apóstoles
recibieron el Espíritu Santo; en estos días le fue confiado al bienaventurado
apóstol Pedro, por encima de los demás, el cuidado del aprisco del Señor,
después de que hubo recibido las llaves del reino.
Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a
los discípulos que iban de camino y los reprendió por su resistencia en creer,
a ellos, que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda
tiniebla de duda. Sus corazones, por él iluminados, recibieron la llama de la
fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de
las Escrituras. En la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron
la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada.
Por tanto, amadísimos hermanos, durante todo este
tiempo que media entre la resurrección del Señor y su ascensión, la providencia
de Dios se ocupó en demostrar, insinuándose en los ojos y en el corazón de los
suyos, que la resurrección del Señor Jesucristo era tan real como su
nacimiento, pasión y muerte.
Por esto, los apóstoles y todos los discípulos, que
estaban turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, fueron
fortalecidos de tal modo por la evidencia de la verdad que, cuando el Señor
subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron
de gran gozo.
Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e
inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una
santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las creaturas
celestiales, para ser elevada más allá de todos los ángeles, por encima de los
mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de
su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la
gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona del
Hijo.
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