La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es
origen de nuestra esperanza en la gloria y nos enseña a sufrir. En efecto, ¿qué
hay que no puedan esperar de la bondad divina los corazones de los fieles, si
por ellos el Hijo único de Dios, eterno como el Padre, tuvo en poco el hacerse
hombre, naciendo del linaje humano, y quiso además morir de manos de los
hombres, que él había creado?
Mucho es lo que Dios nos promete; pero es mucho más lo
que recordamos que ha hecho ya por nosotros. ¿Dónde estábamos o qué éramos,
cuando Cristo murió por nosotros, pecadores? ¿Quién dudará que el Señor ha de
dar la vida a sus santos, siendo así que les dio su misma muerte? ¿Por qué
vacila la fragilidad humana en creer que los hombres vivirán con Dios en el
futuro?
Mucho más increíble es lo que ha sido ya realizado: que
Dios ha muerto por los hombres.
¿Quién es, en efecto, Cristo, sino aquella Palabra que
existía al comienzo de las cosas, que estaba con Dios y que era Dios? Esta
Palabra de Dios se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Es que, si no hubiese
tomado de nosotros carne mortal, no hubiera podido morir por nosotros. De este
modo quiso darnos la vida a nosotros, los mortales; y ello para hacernos
partícipes de su ser, después de haberse hecho el partícipe del nuestro. Pues,
del mismo modo que no había en nosotros principio de vida, así no había en él
principio de muerte. Admirable intercambio, pues, el que realizó con esta recíproca
participación: de nosotros asumió la mortalidad, de él recibimos la vida.
Por tanto, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte
del Señor, nuestro Dios, sino, al contrario, debemos poner en ella toda nuestra
confianza y toda nuestra gloria, ya que al tomar de nosotros la mortalidad,
cual la encontró en nosotros, nos ofreció la máxima garantía de que nos daría
la vida, que no podemos tener por nosotros mismos. Pues quien tanto nos amó,
hasta el grado de sufrir el castigo que merecían nuestros pecados, siendo él
mismo inocente, ¿cómo va ahora a negarnos, él, que nos ha justificado, lo que
con esa justificación nos ha merecido? ¿Cómo no va a dar el que es veraz en sus
promesas el premio a sus santos, él, que, sin culpa alguna, soportó el castigo
de los pecadores?
Así pues, hermanos, reconozcamos animosamente, mejor aún,
proclamemos que Cristo fue crucificado por nosotros; digámoslo no con temor
sino con gozo, no con vergüenza sino con orgullo.
El apóstol Pablo se dio cuenta de este título de gloria y
lo hizo prevalecer. Él, que podía mencionar muchas cosas grandes y divinas de
Cristo, no dijo que se gloriaba en estas grandezas de Cristo –por ejemplo, en
que es Dios junto con el Padre, en que creó el mundo, en que, incluso siendo
hombre como nosotros, manifestó su dominio sobre el mundo-, sino: En cuanto a
mí –dice-, líbreme Dios de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo.
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