Es verdad que ahora celebramos la Pascua todavía
sacramentalmente; sin embargo, lo haremos ya con un conocimiento más claro que
en la antigua ley (ya que la Pascua de la ley antigua era –no tengo reparo en
decirlo- una figura más oscura que lo que representaba), y de aquí a poco
celebraremos de un modo más puro y perfecto, a saber, cuando aquel que es la
Palabra beba con nosotros al vino nuevo en el reino de su Padre, dándonos la
plena y clara inteligencia de lo que aquí nos enseñó de un modo más
restringido. Decimos nuevo, pues siempre resulta nuevo lo que se llega a
comprender de una manera diferente.
Y ¿en qué consiste esa bebida y esa manera nueva de
percibir? Eso es lo que toca a él enseñar a sus discípulos, y a nosotros
aprenderlo. Y la doctrina de aquel que alimenta es también alimento.
Celebremos, pues, ahora también nosotros lo mismo que
celebraba la ley antigua, pero no en un sentido literal, sino evangélico; de
una manera perfecta, no imperfecta; de un modo eterno, no temporal. Sea nuestra
capital no la Jerusalén terrena, sino la metrópoli celestial; quiero decir, no
ésta que es ahora hollada por los ejércitos, sino la que es ensalzada por las
alabanzas y encomios angélicos.
Inmolemos no ya terneros y machos cabríos, que es cosa ya
caducada y sin sentido, sino el sacrificio de alabanza, ofrecido a Dios en el
altar del cielo, junto con los coros celestiales. Atravesemos el primer velo,
no nos detengamos ante el segundo, contemplemos de lleno el santuario.
Y diré más todavía: inmolémonos nosotros mismos a Dios,
inmolemos cada día nuestra persona y toda nuestra actividad, imitemos la pasión
de Cristo con nuestros propios padecimientos, honremos su sangre con nuestra
propia sangre, subamos con denuedo a la Cruz.
Si quieres imitar a Simón de Cirene, toma la cruz y sigue
al Señor.
Si quieres imitar al buen ladrón crucificando con él,
reconoce honradamente su divinidad; y asís como entonces Cristo fue contado
entre los malhechores, por ti y por tus pecados, así tú ahora, por él, serás
contado entre los justos. Adora al que por amor a ti pende de la cruz y,
crucificándote tú también, procura recibir algún provecho de tu misma culpa;
compra la salvación con la muerte; entra con Jesús en el paraíso, para que
comprendas de qué bienes te habías privado. Contempla todas aquellas bellezas;
deja fuera, muerto, lo que hay en ti de murmurador y blasfemo.
Si quieres imitar a José de Arimatea, pide el cuerpo a
aquel que lo mandó crucificar; haz tuya la víctima expiatoria del mundo.
Si quieres imitar a Nicodemo, el que fue a Jesús de
noche, unge a Jesús con aromas, como lo ungió él para honrarlo en su sepultura.
Si quieres imitar a María, a la otra María, a Salomé y a
Juana, y, haz de manera que, quitada la piedra del monumento, puedas ver a los
ángeles y aun al mismo Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario