Señor, el
verdadero mediador que por tu secreta misericordia revelaste a los humildes, y
lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen la misma humildad, ese mediador
entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció en una condición que
lo situaba entre los pecadores mortales y el justo inmortal: pues era mortal en
cuanto hombre, y era justo en cuanto Dios. Y así, puesto que la justicia
origina la vida y la paz, por medio de esa justicia que le es propia en cuanto
que es Dios destruyó la muerte de los impíos al justificarlos, esa muerte que
se dignó tener en común con ellos.
¡Oh cómo nos
amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste
por nosotros, ¡que éramos impíos! ¡Cómo nos amaste a nosotros por quienes tu
Hijo no hizo alarde de ser igual a ti, al contrario, se rebajó hasta someterse
a una muerte de cruz! Siendo como era el único libre entre los muertos, tuvo
potestad para dar su vida y para recobrarla nuevamente. Por nosotros se hizo
ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente del sacrificio que fue él
mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó para ti de
esclavos en hijos.
Con razón tengo
puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis dolencias por medio de
él, que está sentado a tu diestra y que intercede por nosotros; de otro modo
desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y
grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y
habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza
humana y desesperar de nosotros.
Aterrado por mis
pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y
decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste,
diciendo: Por eso murió Cristo por todos, para que los que viven no vivan ya
para sí, sino para aquel que murió por ellos.
He aquí, Señor, ya
que arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda considerar las
maravillas de tu ley. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y
sáname. Tu hijo único, en el cual están escondidos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia, me redimió con su sangre. No me opriman los
soberbios, que yo tengo en cuenta mi rescate, y lo cómo y lo debo y lo
distribuyo y, aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que
comen de él y son saciados por él. Y alabarán al Señor los que lo buscan.
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