Dios estableció el tiempo de sus promesas y la época
de su cumplimiento.
El período de las promesas abarcó desde el tiempo de
los profetas hasta Juan Bautista; desde éste hasta el fin es el tiempo de su
cumplimiento.
Fiel es Dios, que se constituyó en nuestro deudor; no
porque haya recibido algo de nosotros, sino porque nos prometió tan grandes
bienes. La promesa le pareció poco; por eso quiso obligarse por escrito,
firmado, por decirlo así, un documento que atestiguara sus promesas, para que,
cuando comenzara a cumplir las cosas que prometió, viésemos en ese escrito en
qué orden se cumplirían. El tiempo de las profecías era – como muchas veces lo
he afirmado – el del anuncio de las promesas.
Prometió la salvación eterna, la vida bienaventurada y
sin fin en compañía de los ángeles, la herencia imperecedera, la gloria eterna,
la dulzura de la contemplación de su rostro, su templo santo en los cielos y,
como consecuencia de la resurrección, la ausencia total del miedo a la muerte.
Ésta es, en cierto modo, su promesa final, hacia la que tienden todos nuestros
cuidados, porque una vez que la hayamos alcanzado ya no buscaremos ni
exigiremos ninguna otra cosa. También manifestó en qué orden se cumplirían sus
promesas y profecías hasta alcanzar ese último fin.
Prometió la divinidad a los hombres, la inmortalidad a
los mortales, la justificación a los pecadores, la glorificación a creaturas
despreciables.
Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble
la promesa de Dios de sacarlos de su condición mortal – de corrupción, bajeza,
debilidad, polvo y ceniza – para asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó una
alianza con los hombres para incitarlos a creer, sino que también estableció un
mediador como garante de su fidelidad; y no estableció como mediador a
cualquier príncipe o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Y por él nos
mostró el camino que nos conduciría hacia el fin prometido.
Pero no bastó a Dios indicarnos el camino por medio de
su Hijo: quiso que él mismo fuera el camino, para que, bajo su dirección, tú
caminaras por él.
Por tanto, el Hijo único de Dios tenía que venir a los
hombres, tenía que hacerse hombre y, subir al cielo, sentarse a la derecha del
Padre y cumplir todas sus promesas en favor de las naciones. Y, después del
cumplimiento de estas promesas, cumplirá también la promesa de venir otra vez
para pedir cuenta de sus dones, para separar a los que se hicieron merecedores
de su misericordia, para castigar a los impíos, conforme lo había amenazado, y
para recompensar a los justos, según lo había prometido.
Todo esto debió ser profetizado y preanunciado para
que no atemorizara a nadie si acontecía de repente, sino que, siendo objeto de
nuestra fe, lo fuese también de una ardiente esperanza.
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