El
que se ama a sí mismo no puede amar a Dios, en cambio, el que movido por la
superior excelencia de las riquezas del amor a Dios, deja de amarse a sí mismo
ama a Dios. Y como consecuencia ya no busca nunca su propia gloria, sino más
bien la gloria de Dios. El que se ama a sí mismo busca su propia gloria, pero
el que ama a Dios desea la gloria de su Hacedor.
En
efecto, es propio del alma que siente el amor a Dios buscar siempre y en todas
sus obras la gloria de Dios y deleitarse en su propia sumisión a él, ya que la
gloria conviene a la magnificencia de Dios; al hombre, en cambio, le conviene
la humildad, la cual nos hace entrar a formar parte de la familia de Dios. Si
de tal modo obramos, poniendo nuestra alegría en la gloria del Señor, no nos
cansaremos de repetir, a ejemplo de Juan Bautista: Es preciso que él crezca y
que yo disminuya.
Sé
de cierta persona que, aunque se lamentaba de no amar a Dios como ella hubiera
querido, sin embargo lo amaba de tal manera que el mayor deseo de su alma
consistía en que Dios fuera glorificado en ella y que ella fuese tenida en
nada. El que así piensa no se deja impresionar por las palabras de alabanza,
pues sabe lo que es en realidad; al contrario, por su gran a la humildad, no
piensa en su propia dignidad, aunque fuese el caso que sirviese a Dios en
calidad de sacerdote; su deseo de amar a Dios hace que se vaya olvidando poco a
poco de su dignidad y que extinga en las profundidades de su amor a Dios, por
el espíritu de humildad, la jactancia que su dignidad pudiese ocasionar, de
modo que llega a considerarse siempre a sí mismo como un siervo inútil sin
pensar para nada en su dignidad, por su amor a la humildad. Lo mismo debemos
hacer también nosotros, rehuyendo todo honor y toda gloria, movidos por la
superior excelencia de las riquezas del amor a Dios, que nos ha amado de
verdad.
Dios
conoce a los que lo aman sinceramente, porque cada cual lo ama según la
capacidad de amor que hay en su interior. Por tanto, el que así obra desea con
ardor que la luz de este conocimiento divino penetre hasta lo más íntimo de su
ser, llegando a olvidarse de sí mismo, transformado todo él por el amor.
El
que es así transformado vive y no vive; pues, mientras vive en su cuerpo, el
amor mantiene en su continuo peregrinar hacia Dios; su corazón, encendido en el
ardiente fuego del amor, está unido a Dios por la llama del deseo y su amor a
Dios le hace olvidarse completamente del amor a sí mismo, pues, como dice el
Apóstol, si nos hemos portado como faltos de juicio, ha sido por Dios: si ahora
somos razonables, es por vuestro bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario