CARTA ENCÍCLICA LAUDATO SI’
DEL SANTO
PADREFRANCISCO
SOBRE EL CUIDADO
DE LA CASA COMÚN (5ª. parte)
III EL MISTERIO
DEL UNIVERSO
Para la
tradición judío-cristiana, decir « creación » es más que decir naturaleza,
porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene
un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que
se analiza, comprende y gestiona, pero la creación sólo puede ser entendida
como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad
iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal.
« Por la palabra
del Señor fueron hechos los cielos » (Sal 33,6). Así se nos indica que el mundo
procedió de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece
todavía más. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora. El universo
no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de
fuerza o de un deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor. El
amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado: « Amas a todos los
seres y no aborreces nada de lo que hiciste, porque, si algo odiaras, no lo
habrías creado » (Sb 11,24). Entonces, cada criatura es objeto de la ternura
del Padre, que le da un lugar en el mundo. Hasta la vida efímera del ser más
insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos segundos de existencia, él
lo rodea con su cariño. Decía san Basilio Magno que el Creador es también « la
bondad sin envidia »,44 y Dante Alighieri hablaba del « amor que mueve el sol y
las estrellas ».45 Por eso, de las obras creadas se asciende « hasta su
misericordia amorosa ».46
Al mismo tiempo,
el pensamiento judío-cristiano desmitificó la naturaleza. Sin dejar de
admirarla por su esplendor y su inmensidad, ya no le atribuyó un carácter
divino. De esa manera se destaca todavía más nuestro compromiso ante ella. Un
retorno a la naturaleza no puede ser a costa de la libertad y la
responsabilidad del ser humano, que es parte del mundo con el deber de cultivar
sus propias capacidades para protegerlo y desarrollar sus potencialidades. Si
reconocemos el valor y la fragilidad de la naturaleza, y al mismo tiempo las
capacidades que el Creador nos otorgó, esto nos permite terminar hoy con el
mito moderno del progreso material sin límites. Un mundo frágil, con un ser
humano a quien Dios le confía su cuidado, interpela nuestra inteligencia para
reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder.
En este
universo, conformado por sistemas abiertos que entran en comunicación unos con
otros, podemos descubrir innumerables formas de relación y participación. Esto
lleva a pensar también al conjunto como abierto a la trascendencia de Dios,
dentro de la cual se desarrolla. La fe nos permite interpretar el sentido y la
belleza misteriosa de lo que acontece. La libertad humana puede hacer su aporte
inteligente hacia una evolución positiva, pero también puede agregar nuevos males,
nuevas causas de sufrimiento y verdaderos retrocesos. Esto da lugar a la
apasionante y dramática historia humana, capaz de convertirse en un despliegue
de liberación, crecimiento, salvación y amor, o en un camino de decadencia y de
mutua destrucción. Por eso, la acción de la Iglesia no sólo intenta recordar el
deber de cuidar la naturaleza, sino que al mismo tiempo « debe proteger sobre todo
al hombre contra la destrucción de sí mismo ».
No obstante,
Dios, que quiere actuar con nosotros y contar con nuestra cooperación, también
es capaz de sacar algún bien de los males que nosotros realizamos, porque « el
Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que
provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e
impenetrables ».48 Él, de algún modo, quiso limitarse a sí mismo al crear un
mundo necesitado de desarrollo, donde muchas cosas que nosotros consideramos
males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores
de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador.49 Él está presente en lo
más íntimo de cada cosa sin condicionar la autonomía de su criatura, y esto
también da lugar a la legítima autonomía de las realidades terrenas. Esa
presencia divina, que asegura la permanencia y el desarrollo de cada ser, « es
la continuación de la acción creadora ».51 El Espíritu de Dios llenó el
universo con virtualidades que permiten que del seno mismo de las cosas pueda
brotar siempre algo nuevo: « La naturaleza no es otra cosa sino la razón de
cierto arte, concretamente el arte divino, inscrito en las cosas, por el cual
las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado. Como si el maestro
constructor de barcos pudiera otorgar a la madera que pudiera moverse a sí
misma para tomar la forma del barco ».
El ser humano,
si bien supone también procesos evolutivos, implica una novedad no explicable
plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos. Cada uno de nosotros
tiene en sí una identidad personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y
con el mismo Dios. La capacidad de reflexión, la argumentación, la creatividad,
la interpretación, la elaboración artística y otras capacidades inéditas
muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico. La
novedad cualitativa que implica el surgimiento de un ser personal dentro del
universo material supone una acción directa de Dios, un llamado peculiar a la
vida y a la relación de un Tú a otro tú. A partir de los relatos bíblicos,
consideramos al ser humano como sujeto, que nunca puede ser reducido a la
categoría de objeto.
Pero también
sería equivocado pensar que los demás seres vivos deban ser considerados como
meros objetos sometidos a la arbitraria dominación humana. Cuando se propone
una visión de la naturaleza únicamente como objeto de provecho y de interés,
esto también tiene serias consecuencias en la sociedad. La visión que consolida
la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado inmensas desigualdades,
injusticias y violencia para la mayoría de la humanidad, porque los recursos
pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder: el ganador se
lleva todo. El ideal de armonía, de justicia, de fraternidad y de paz que
propone Jesús está en las antípodas de semejante modelo, y así lo expresaba con
respecto a los poderes de su época: « Los poderosos de las
naciones las
dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Que no
sea así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande sea el servidor » (Mt
20,25-26).
El fin de la
marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por
Cristo resucitado, eje de la maduración universal.53 Así agregamos un argumento
más para rechazar todo dominio despótico e irresponsable del ser humano sobre
las demás criaturas. El fin último de las demás criaturas no somos nosotros.
Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término
común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza
e ilumina todo. Porque el ser humano, dotado de inteligencia y de amor, y
atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las
criaturas a su Creador.
IV. EL MENSAJE
DE CADA CRIATURA
En la Armonía de
Todo lo Creado
Cuando
insistimos en decir que el ser humano es imagen de Dios, eso no debería
llevarnos a olvidar que cada criatura tiene una función y ninguna es superflua.
Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado
cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de
Dios. La historia de la propia amistad con Dios siempre se desarrolla en un espacio
geográfico que se convierte en un signo personalísimo, y cada uno de nosotros
guarda en la memoria lugares cuyo recuerdo le hace mucho bien. Quien ha crecido
entre los montes, o quien de niño se sentaba junto al arroyo a beber, o quien
jugaba en una plaza de su barrio, cuando vuelve a esos lugares, se siente
llamado a recuperar su propia identidad.
Dios ha escrito
un libro precioso, « cuyas letras son la multitud de criaturas presentes en el
universo ». Bien expresaron los Obispos de Canadá que ninguna criatura queda
fuera de esta manifestación de Dios: « Desde los panoramas más amplios a la
forma de vida más ínfima, la naturaleza es un continuo manantial de maravilla y
de temor. Ella es, además, una continua revelación de lo divino ». Los Obispos
de Japón, por su parte, dijeron algo muy sugestivo: « Percibir a cada criatura
cantando el himno de su existencia es vivir gozosamente en el amor de Dios y en
la esperanza ». Esta contemplación de lo creado nos permite descubrir a través
de cada cosa alguna enseñanza que Dios nos quiere transmitir, porque « para el
creyente contemplar lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz
paradójica y silenciosa ».57 Podemos decir que, « junto a la Revelación
propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da una manifestación
divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche ». Prestando atención a esa
manifestación, el ser humano aprende a reconocerse a sí mismo en la relación
con las demás criaturas: « Yo me autoexpreso al expresar el mundo; yo exploro
mi propia sacralidad al intentar descifrar la del mundo ».
El conjunto del
universo, con sus múltiples relaciones, muestra mejor la inagotable riqueza de
Dios. Santo Tomás de Aquino remarcaba sabiamente que la multiplicidad y la
variedad provienen « de la intención del primer agente », que quiso que « lo
que falta a cada cosa para representar la bondad divina fuera suplido por las
otras », porque su bondad « no puede ser representada convenientemente por una
sola criatura ». Por eso, nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas
en sus múltiples relaciones. Entonces, se entiende mejor la importancia y el
sentido de cualquier criatura si se la contempla en el conjunto del proyecto de
Dios. Así lo enseña el Catecismo: « La interdependencia de las criaturas es
querida por Dios. El sol y la luna, el cedro y la florecilla, el águila y el
gorrión, las innumerables diversidades y desigualdades significan que ninguna
criatura se basta a sí misma, que no existen sino en dependencia unas de otras,
para complementarse y servirse mutuamente ».
Cuando tomamos
conciencia del reflejo de Dios que hay en todo lo que existe, el corazón
experimenta el deseo de adorar al Señor por todas sus criaturas y junto con
ellas, como se expresa en el precioso himno de san Francisco de Asís:
« Alabado seas,
mi Señor,
con todas sus
criaturas,
especialmente el
hermano sol,
por quien nos
das el día y nos iluminas.
Y es bello y
radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo,
lleva significación.
Alabado seas, mi
Señor,
por la hermana
luna y las estrellas,
en el cielo las
formaste claras y preciosas, y bellas.
Alabado seas, mi
Señor, por el hermano viento,
y por el aire, y
la nube y el cielo sereno,
y todo tiempo,
por todos ellos
a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi
Señor, por la hermana agua,
la cual es muy
humilde, y preciosa y casta.
Alabado seas, mi
Señor, por el hermano fuego,
por el cual
iluminas la noche,
y es bello, y alegre
y vigoroso, y fuerte ».
Los Obispos de
Brasil han remarcado que toda la naturaleza, además de manifestar a Dios, es
lugar de su presencia. En cada criatura habita su Espíritu vivificante que nos
llama a una relación con él. El descubrimiento de esta presencia estimula en
nosotros el desarrollo de las « virtudes ecológicas ». Pero cuando decimos
esto, no olvidamos que también existe una distancia infinita, que las cosas de
este mundo no poseen la plenitud de Dios. De otro modo, tampoco haríamos un
bien a las criaturas, porque no reconoceríamos su propio y verdadero lugar, y
terminaríamos exigiéndoles indebidamente lo que en su pequeñez no nos pueden
dar.
V. UNA COMUNIÓN
UNIVERSAL
Las criaturas de
este mundo no pueden ser consideradas un bien sin dueño: « Son tuyas, Señor,
que amas la vida » (Sb 11,26). Esto provoca la convicción de que, siendo
creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por
lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime
comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde. Quiero
recordar que « Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que
la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos
lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación ».
Esto no
significa igualar a todos los seres vivos y quitarle al ser humano ese valor
peculiar que implica al mismo tiempo una tremenda responsabilidad. Tampoco
supone una divinización de la tierra que nos privaría del llamado a colaborar
con ella y a proteger su fragilidad. Estas concepciones terminarían creando
nuevos desequilibrios por escapar de la realidad que nos interpela.68 A veces
se advierte una obsesión por negar toda preeminencia a la persona humana, y se
lleva adelante una lucha por otras especies que no desarrollamos para defender
la igual dignidad entre los seres humanos. Es verdad que debe preocuparnos que
otros seres vivos no sean tratados irresponsablemente. Pero especialmente
deberían exasperarnos las enormes inequidades que existen entre nosotros,
porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros. Dejamos
de advertir que algunos se arrastran en una degradante miseria, sin
posibilidades reales de superación, mientras otros ni siquiera saben qué hacer
con lo que poseen, ostentan vanidosamente una supuesta superioridad y dejan
tras de sí un nivel de desperdicio que sería imposible generalizar sin
destrozar el planeta. Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan
más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos.
No puede ser
real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al
mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los
seres humanos. Es evidente la incoherencia de quien lucha contra el tráfico de
animales en riesgo de extinción, pero permanece completamente indiferente ante
la trata de personas, se desentiende de los pobres o se empeña en destruir a
otro ser humano que le desagrada. Esto pone en riesgo el sentido de la lucha
por el ambiente. No es casual que, en el himno donde san Francisco alaba a Dios
por las criaturas, añada lo siguiente: « Alabado seas, mi Señor, por aquellos
que perdonan por tu amor ». Todo está conectado. Por eso se requiere una
preocupación por el ambiente unida al amor sincero hacia los seres humanos y a
un constante compromiso ante los problemas de la sociedad.
Por otra parte,
cuando el corazón está auténticamente abierto a una comunión universal, nada ni
nadie está excluido de esa fraternidad. Por consiguiente, también es verdad que
la indiferencia o la crueldad ante las demás criaturas de este mundo siempre
terminan trasladándose de algún modo al trato que damos a otros seres humanos.
El corazón es uno solo, y la misma miseria que lleva a maltratar a un animal no
tarda en manifestarse en la relación con las demás personas. Todo ensañamiento
con cualquier criatura « es contrario a la dignidad humana ».69 No podemos
considerarnos grandes amantes si excluimos de nuestros intereses alguna parte
de la realidad: « Paz, justicia y conservación de la creación son tres temas
absolutamente ligados, que no podrán apartarse para ser tratados
individualmente so pena de caer nuevamente en el reduccionismo ».70 Todo está
relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas
en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a
cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano
sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra.
VI. DESTINO
COMUN DE LOS BIENES
Hoy creyentes y
no creyentes estamos de acuerdo en que la tierra es esencialmente una herencia
común, cuyos frutos deben beneficiar a todos. Para los creyentes, esto se
convierte en una cuestión de fidelidad al Creador, porque Dios creó el mundo
para todos. Por consiguiente, todo planteo ecológico debe incorporar una
perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más
postergados. El principio de la subordinación de la propiedad privada al
destino universal de los bienes y, por tanto, el derecho universal a su uso es
una « regla de oro » del comportamiento social y el « primer principio de todo
el ordenamiento ético-social ». La tradición cristiana nunca reconoció como
absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función
social de cualquier forma de propiedad privada.
San Juan Pablo
II recordó con mucho énfasis esta doctrina, diciendo que « Dios ha dado la
tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes,
sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno ». Son palabras densas y fuertes.
Remarcó que « no sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo
que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales,
económicos y políticos, incluidos los derechos de las naciones y de los pueblos
». Con toda claridad explicó que « la Iglesia defiende, sí, el legítimo derecho
a la propiedad privada, pero enseña con no menor claridad que sobre toda
propiedad privada grava siempre una hipoteca social, para que los bienes sirvan
a la destinación general que Dios les ha dado ». Por lo tanto afirmó que « no
es conforme con el designio de Dios usar este don de modo tal que sus
beneficios favorezcan sólo a unos pocos ». Esto cuestiona seriamente los
hábitos injustos de una parte de la humanidad.
El rico y el
pobre tienen igual dignidad, porque « a los dos los hizo el Señor » (Pr 22,2);
« Él mismo hizo a pequeños y a grandes » (Sb 6,7) y « hace salir su sol sobre
malos y buenos » (Mt 5,45). Esto tiene consecuencias prácticas, como las que
enunciaron los Obispos de Paraguay: « Todo campesino tiene derecho natural a
poseer un lote racional de tierra donde pueda establecer su hogar, trabajar
para la subsistencia de su familia y tener seguridad existencial. Este derecho
debe estar garantizado para que su ejercicio no sea ilusorio sino real. Lo cual
significa que, además del título de propiedad, el campesino debe contar con
medios de educación técnica, créditos, seguros y comercialización ».77
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