CARTA ENCÍCLICA LAUDATO SI’
DEL SANTO PADREFRANCISCO
SOBRE EL CUIDADO
DE LA CASA COMÚN (1ª. parte)
Laudato si’, mi’
Signore » – « Alabado seas, mi Señor », cantaba san Francisco de Asís. En ese
hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común es también como una
hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos
acoge entre sus brazos: « Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre
tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con
coloridas flores y hierba ».
Esta hermana
clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso
de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus
propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en
el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas
de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres
vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está
nuestra oprimida y devastada tierra, que « gime y sufre dolores de parto »
(Rm 8,22).
Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo
está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el
aliento y su agua nos vivifica y restaura.
Nada de este
mundo nos resulta indiferente
Hace más de
cincuenta años, cuando el mundo estaba vacilando al filo de una crisis nuclear,
el santo Papa Juan XXIII escribió una encíclica en la cual no se conformaba con
rechazar una guerra, sino que quiso transmitir una propuesta de paz. Dirigió su
mensaje Pacem in terris a todo el « mundo católico », pero agregaba « y a todos
los hombres de buena voluntad ». Ahora, frente al deterioro ambiental global,
quiero dirigirme a cada persona que habita este planeta. En mi exhortación
Evangelii gaudium, escribí a los miembros de la Iglesia en orden a movilizar un
proceso de reforma misionera todavía pendiente. En esta encíclica, intento
especialmente entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común.
Ocho años
después de Pacem in terris, en 1971, el beato Papa Pablo VI se refirió a la problemática
ecológica, presentándola como una crisis, que es « una consecuencia dramática »
de la actividad descontrolada del ser humano: « Debido a una explotación
inconsiderada de la naturaleza, [el ser humano] corre el riesgo de destruirla y
de ser a su vez víctima de esta degradación ».2 También habló a la FAO sobre la
posibilidad de una « catástrofe ecológica bajo el efecto de la explosión de la
civilización industrial », subrayando la « urgencia y la necesidad de un cambio
radical en el comportamiento de la humanidad », porque « los progresos
científicos más extraordinarios, las proezas técnicas más sorprendentes, el
crecimiento económico más prodigioso, si no van acompañados por un auténtico
progreso social y moral, se vuelven en definitiva contra el hombre ».
San Juan Pablo
II se ocupó de este tema con un interés cada vez mayor. En su primera
encíclica, advirtió que el ser humano parece « no percibir otros significados
de su ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los fines de un
uso inmediato y consumo ».4 Sucesivamente llamó a una conversión ecológica
global.5 Pero al mismo tiempo hizo notar que se pone poco empeño para «
salvaguardar las condiciones morales de una auténtica ecología humana ».6 La
destrucción del ambiente humano es algo muy serio, porque Dios no sólo le
encomendó el mundo al ser humano, sino que su propia vida es un don que debe
ser protegido de diversas formas de degradación. Toda pretensión de cuidar y
mejorar el mundo supone cambios profundos en « los estilos de vida, los modelos
de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy
la sociedad ».
Mi predecesor
Benedicto XVI renovó la invitación a « eliminar las causas estructurales de las
disfunciones de la economía mundial y corregir los modelos de crecimiento que
parecen incapaces de garantizar el respeto del medio ambiente ».10 Recordó que
el mundo no puede ser analizado sólo aislando uno de sus aspectos, porque « el
libro de la naturaleza es uno e indivisible », e incluye el ambiente, la vida,
la sexualidad, la familia, las relaciones sociales, etc. Por consiguiente, « la
degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela
la convivencia humana ». El Papa Benedicto nos propuso reconocer que el
ambiente natural está lleno de heridas producidas por nuestro comportamiento
irresponsable. También el ambiente social tiene sus heridas. Pero todas ellas
se deben en el fondo al mismo mal, es decir, a la idea de que no existen
verdades indiscutibles que guíen nuestras vidas, por lo cual la libertad humana
no tiene límites. Se olvida que « el hombre no es solamente una libertad que él
se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad,
pero también naturaleza ». Con paternal preocupación, nos invitó a tomar
conciencia de que la creación se ve perjudicada « donde nosotros mismos somos
las últimas instancias, donde el conjunto es simplemente una propiedad nuestra
y el consumo es sólo para nosotros mismos. El derroche de la creación comienza
donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que sólo
nos vemos a nosotros mismos ».
Estos aportes de
los Papas recogen la reflexión de innumerables científicos, filósofos, teólogos
y organizaciones sociales que enriquecieron el pensamiento de la Iglesia sobre
estas cuestiones. Pero no podemos ignorar que, también fuera de la Iglesia
Católica, otras Iglesias y Comunidades cristianas –como también otras
religiones– han desarrollado una amplia preocupación y una valiosa reflexión
sobre estos temas que nos preocupan a todos. Para poner sólo un ejemplo
destacable, quiero recoger brevemente parte del aporte del querido Patriarca
Ecuménico Bartolomé, con el que compartimos la esperanza de la comunión
eclesial plena.
El Patriarca
Bartolomé se ha referido particularmente a la necesidad de que cada uno se
arrepienta de sus propias maneras de dañar el planeta, porque, « en la medida
en que todos generamos pequeños daños ecológicos », estamos llamados a
reconocer « nuestra contribución – pequeña o grande – a la desfiguración y
destrucción de la creación ».14 Sobre este punto él se ha expresado
repetidamente de una manera firme y estimulante, invitándonos a reconocer los
pecados contra la creación: « Que los seres humanos destruyan la diversidad
biológica en la creación divina; que los seres humanos degraden la integridad
de la tierra y contribuyan al cambio climático, desnudando la tierra de sus
bosques naturales o destruyendo sus zonas húmedas; que los seres humanos
contaminen las aguas, el suelo, el aire. Todos estos son pecados ».15 Porque «
un crimen contra la naturaleza es un crimen contra nosotros mismos y un pecado
contra Dios ».
Al mismo tiempo,
Bartolomé llamó la atención sobre las raíces éticas y espirituales de los
problemas ambientales, que nos invitan a encontrar soluciones no sólo en la
técnica sino en un cambio del ser humano, porque de otro modo afrontaríamos
sólo los síntomas. Nos propuso pasar del consumo al sacrificio, de la avidez a
la generosidad, del desperdicio a la capacidad de compartir, en una ascesis que
« significa aprender a dar, y no simplemente renunciar. Es un modo de amar, de
pasar poco a poco de lo que yo quiero a lo que necesita el mundo de Dios. Es
liberación del miedo, de la avidez, de la dependencia ».17 Los cristianos,
además, estamos llamados a « aceptar el mundo como sacramento de comunión, como
modo de compartir con Dios y con el prójimo en una escala global. Es nuestra
humilde convicción que lo divino y lo humano se encuentran en el más pequeño
detalle contenido en los vestidos sin costuras de la creación de Dios, hasta en
el último grano de polvo de nuestro planeta ».
San Francisco de
Asís
No quiero
desarrollar esta encíclica sin acudir a un modelo bello que puede motivarnos.
Tomé su nombre como guía y como inspiración en el momento de mi elección como
Obispo de Roma. Creo que Francisco es el ejemplo por excelencia del cuidado de
lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad.
Es el santo patrono de todos los que estudian y trabajan en torno a la
ecología, amado también por muchos que no son cristianos. Él manifestó una
atención particular hacia la creación de Dios y hacia los más pobres y
abandonados. Amaba y era amado por su alegría, su entrega generosa, su corazón
universal. Era un místico y un peregrino que vivía con simplicidad y en una
maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y consigo mismo.
En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la
naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz
interior.
Su testimonio
nos muestra también que una ecología integral requiere apertura hacia
categorías que trascienden el lenguaje de las matemáticas o de la biología y
nos conectan con la esencia de lo humano. Así como sucede cuando nos enamoramos
de una persona, cada vez que él miraba el sol, la luna o los más pequeños
animales, su reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las demás
criaturas. Él entraba en comunicación con todo lo creado, y hasta predicaba a
las flores « invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran del don de la
razón ».19 Su reacción era mucho más que una valoración intelectual o un
cálculo económico, porque para él cualquier criatura era una hermana, unida a
él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que existe.
Su discípulo san Buenaventura decía de él que, « lleno de la mayor ternura al
considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas, por
más despreciables que parecieran, el dulce nombre de hermanas ».20 Esta
convicción no puede ser despreciada como un romanticismo irracional, porque
tiene consecuencias en las opciones que determinan nuestro comportamiento. Si
nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la
maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en
nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del
consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus
intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo
que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y
la austeridad de san Francisco no eran un ascetismo meramente exterior, sino
algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y
de dominio.
Por otra parte,
san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la naturaleza como un
espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y
de su bondad: « A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se
conoce por analogía al autor » (Sb 13,5), y « su eterna potencia y divinidad se
hacen visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del
mundo » (Rm 1,20). Por eso, él pedía que en el convento siempre se dejara una
parte del huerto sin cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de
manera que quienes las admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor
de tanta belleza.21 El mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio
gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza.
Mi llamado
El desafío
urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda
la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues
sabemos que las cosas pueden cambiar. El Creador no nos abandona, nunca hizo
marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado. La
humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa
común. Deseo reconocer, alentar y dar las gracias a todos los que, en los más
variados sectores de la actividad humana, están trabajando para garantizar la
protección de la casa que compartimos. Merecen una gratitud especial quienes
luchan con vigor para resolver las consecuencias dramáticas de la degradación
ambiental en las vidas de los más pobres del mundo.
Los jóvenes nos
reclaman un cambio. Ellos se preguntan cómo es posible que se pretenda
construir un futuro mejor sin pensar en la crisis del ambiente y en los
sufrimientos de los excluidos.
Hago una
invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo como estamos construyendo
el futuro del planeta. Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque
el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos
impactan a todos. El movimiento ecológico mundial ya ha recorrido un largo y
rico camino, y ha generado numerosas agrupaciones ciudadanas que ayudaron a la
concientización. Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones
concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no sólo por el rechazo de
los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás. Las actitudes
que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la
negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza
ciega en las soluciones técnicas. Necesitamos una solidaridad universal nueva.
Como dijeron los Obispos de Sudáfrica, « se necesitan los talentos y la implicación
de todos para reparar el daño causado por el abuso humano a la creación de Dios
». Todos podemos colaborar como instrumentos de Dios para el cuidado de la
creación, cada uno desde su cultura, su experiencia, sus iniciativas y sus
capacidades.
Espero que esta
Carta encíclica, que se agrega al Magisterio social de la Iglesia, nos ayude a
reconocer la grandeza, la urgencia y la hermosura del desafío que se nos presenta.
En primer lugar, haré un breve recorrido por distintos aspectos de la actual
crisis ecológica, con el fin de asumir los mejores frutos de la investigación
científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad
y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual como se indica a
continuación. A partir de esa mirada, retomaré algunas razones que se
desprenden de la tradición judío-cristiana, a fin de procurar una mayor
coherencia en nuestro compromiso con el ambiente. Luego intentaré llegar a las
raíces de la actual situación, de manera que no miremos sólo los síntomas sino
también las causas más profundas. Así podremos proponer una ecología que, entre
sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar del ser humano en este
mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea. A la luz de esa reflexión
quisiera avanzar en algunas líneas amplias de diálogo y de acción que
involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política internacional.
Finalmente, puesto que estoy convencido de que todo cambio necesita
motivaciones y un camino educativo, propondré algunas líneas de maduración
humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual cristiana.
Espero que esta
Carta encíclica, que se agrega al Magisterio social de la Iglesia, nos ayude a
reconocer la grandeza, la urgencia y la hermosura del desafío que se nos
presenta. En primer lugar, haré un breve recorrido por distintos aspectos de la
actual crisis ecológica, con el fin de asumir los mejores frutos de la
investigación científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella
en profundidad y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual como se
indica a continuación. A partir de esa mirada, retomaré algunas razones que se
desprenden de la tradición judío-cristiana, a fin de procurar una mayor
coherencia en nuestro compromiso con el ambiente. Luego intentaré llegar a las
raíces de la actual situación, de manera que no miremos sólo los síntomas sino
también las causas más profundas. Así podremos proponer una ecología que, entre
sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar del ser humano en este
mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea. A la luz de esa reflexión
quisiera avanzar en algunas líneas amplias de diálogo y de acción que
involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política internacional.
Finalmente, puesto que estoy convencido de que todo cambio necesita motivaciones
y un camino educativo, propondré algunas líneas de maduración humana inspiradas
en el tesoro de la experiencia espiritual cristiana.
Si bien cada
capítulo posee su temática propia y una metodología específica, a su vez retoma
desde una nueva óptica cuestiones importantes abordadas en los capítulos
anteriores. Esto ocurre especialmente con algunos ejes que atraviesan toda la
encíclica. Por ejemplo: la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del
planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al
nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la
invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor
propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de
debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política
internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo
estilo de vida. Estos temas no se cierran ni abandonan, sino que son
constantemente replanteados y enriquecidos.
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