CARTA ENCÍCLICA LAUDATO SI’
DEL SANTO
PADREFRANCISCO
SOBRE EL CUIDADO
DE LA CASA COMÚN (7ª. parte)
Es difícil
emitir un juicio general sobre el desarrollo de organismos genéticamente
modificados (OMG), vegetales o animales, médicos o agropecuarios, ya que pueden
ser muy diversos entre sí y requerir distintas consideraciones. Por otra parte,
los riesgos no siempre se atribuyen a la técnica misma sino a su aplicación
inadecuada o excesiva. En realidad, las mutaciones genéticas muchas veces
fueron y son producidas por la misma naturaleza. Ni siquiera aquellas
provocadas por la intervención humana son un fenómeno moderno. La domesticación
de animales, el cruzamiento de especies y otras prácticas antiguas y
universalmente aceptadas pueden incluirse en estas consideraciones. Cabe
recordar que el inicio de los desarrollos científicos de cereales transgénicos
estuvo en la observación de una bacteria que natural y espontáneamente producía
una modificación en el genoma de un vegetal. Pero en la naturaleza estos
procesos tienen un ritmo lento, que no se compara con la velocidad que imponen
los avances tecnológicos actuales, aun cuando estos avances tengan detrás un
desarrollo científico de varios siglos.
Si bien no hay
comprobación contundente acerca del daño que podrían causar los cereales
transgénicos a los seres humanos, y en algunas regiones su utilización ha provocado
un crecimiento económico que ayudó a resolver problemas, hay dificultades
importantes que no deben ser relativizadas. En muchos lugares, tras la
introducción de estos cultivos, se constata una concentración de tierras
productivas en manos de pocos debido a « la progresiva desaparición de pequeños
productores que, como consecuencia de la pérdida de las tierras explotadas, se
han visto obligados a retirarse de la producción directa ». Los más frágiles se
convierten en trabajadores precarios, y muchos empleados rurales terminan
migrando a miserables asentamientos de las ciudades. La expansión de la
frontera de estos cultivos arrasa con el complejo entramado de los ecosistemas,
disminuye la diversidad productiva y afecta el presente y el futuro de las
economías regionales. En varios países se advierte una tendencia al desarrollo
de oligopolios en la producción de granos y de otros productos necesarios para
su cultivo, y la dependencia se agrava si se piensa en la producción de granos
estériles que terminaría obligando a los campesinos a comprarlos a las empresas
productoras.
Sin duda hace
falta una atención constante, que lleve a considerar todos los aspectos éticos
implicados. Para eso hay que asegurar una discusión científica y social que sea
responsable y amplia, capaz de considerar toda la información disponible y de
llamar a las cosas por su nombre. A veces no se pone sobre la mesa la totalidad
de la información, que se selecciona de acuerdo con los propios intereses, sean
políticos, económicos o ideológicos. Esto vuelve difícil desarrollar un juicio
equilibrado y prudente sobre las diversas cuestiones, considerando todas las
variables atinentes. Es preciso contar con espacios de discusión donde todos
aquellos que de algún modo se pudieran ver directa o indirectamente afectados
(agricultores, consumidores, autoridades, científicos, semilleras, poblaciones
vecinas a los campos fumigados y otros) puedan exponer sus problemáticas o
acceder a información amplia y fidedigna para tomar decisiones tendientes al
bien común presente y futuro. Es una cuestión ambiental de carácter complejo,
por lo cual su tratamiento exige una mirada integral de todos sus aspectos, y
esto requeriría al menos un mayor esfuerzo para financiar diversas líneas de
investigación libre e interdisciplinaria que puedan aportar nueva luz.
Por otra parte,
es preocupante que cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad
del ambiente, y con razón reclaman ciertos límites a la investigación
científica, a veces no aplican estos mismos principios a la vida humana. Se
suele justificar que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con
embriones humanos vivos. Se olvida que el valor inalienable de un ser humano va
más allá del grado de su desarrollo. De ese modo, cuando la técnica desconoce
los grandes principios éticos, termina considerando legítima cualquier
práctica. Como vimos en este capítulo, la técnica separada de la ética
difícilmente será capaz de auto limitar su poder.
CAPÍTULO CUARTO
UNA ECOLOGIA
INTEGRAL
Dado que todo
está íntimamente relacionado, y que los problemas actuales requieren una mirada
que tenga en cuenta todos los factores de la crisis mundial, propongo que nos
detengamos ahora a pensar en los distintos aspectos de una ecología integral,
que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales.
I. Ecología
ambiental, económica y social
La ecología
estudia las relaciones entre los organismos vivientes y el ambiente donde se
desarrollan. También exige sentarse a pensar y a discutir acerca de las
condiciones de vida y de supervivencia de una sociedad, con la honestidad para
poner en duda modelos de desarrollo, producción y consumo. No está de más
insistir en que todo está conectado. El tiempo y el espacio no son
independientes entre sí, y ni siquiera los átomos o las partículas subatómicas
se pueden considerar por separado. Así como los distintos componentes del
planeta –físicos, químicos y biológicos– están relacionados entre sí, también
las especies vivas conforman una red que nunca terminamos de reconocer y
comprender. Buena parte de nuestra información genética se comparte con muchos
seres vivos. Por eso, los conocimientos fragmentarios y aislados pueden
convertirse en una forma de ignorancia si se resisten a integrarse en una
visión más amplia de la realidad.
Cuando se habla
de « medio ambiente », se indica particularmente una relación, la que existe
entre la naturaleza y la sociedad que la habita. Esto nos impide entender la
naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida.
Estamos incluidos en ella, somos parte de ella y estamos interpenetrados. Las
razones por las cuales un lugar se contamina exigen un análisis del
funcionamiento de la sociedad, de su economía, de su comportamiento, de sus
maneras de entender la realidad. Dada la magnitud de los cambios, ya no es
posible encontrar una respuesta específica e independiente para cada parte del
problema. Es fundamental buscar soluciones integrales que consideren las
interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales.
No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y
compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una
aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los
excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza.
Debido a la
cantidad y variedad de elementos a tener en cuenta, a la hora de determinar el
impacto ambiental de un emprendimiento concreto, se vuelve indispensable dar a
los investigadores un lugar preponderante y facilitar su interacción, con
amplia libertad académica. Esta investigación constante debería permitir reconocer
también cómo las distintas criaturas se relacionan conformando esas unidades
mayores que hoy llamamos « ecosistemas ». No los tenemos en cuenta sólo para
determinar cuál es su uso racional, sino porque poseen un valor intrínseco
independiente de ese uso. Así como cada organismo es bueno y admirable en sí
mismo por ser una criatura de Dios, lo mismo ocurre con el conjunto armonioso
de organismos en un espacio determinado, funcionando como un sistema. Aunque no
tengamos conciencia de ello, dependemos de ese conjunto para nuestra propia
existencia. Cabe recordar que los ecosistemas intervienen en el secuestro de
anhídrido carbónico, en la purificación del agua, en el control de enfermedades
y plagas, en la formación del suelo, en la descomposición de residuos y en
muchísimos otros servicios que olvidamos o ignoramos. Cuando advierten esto,
muchas personas vuelven a tomar conciencia de que vivimos y actuamos a partir
de una realidad que nos ha sido previamente regalada, que es anterior a
nuestras capacidades y a nuestra existencia. Por eso, cuando se habla de « uso
sostenible », siempre hay que incorporar una consideración sobre la capacidad
de regeneración de cada ecosistema en sus diversas áreas y aspectos.
Por otra parte,
el crecimiento económico tiende a producir automatismos y a homogeneizar, en
orden a simplificar procedimientos y a reducir costos. Por eso es necesaria una
ecología económica, capaz de obligar a considerar la realidad de manera más
amplia. Porque « la protección del medio ambiente deberá constituir parte
integrante del proceso de desarrollo y no podrá considerarse en forma aislada
».114 Pero al mismo tiempo se vuelve actual la necesidad imperiosa del
humanismo, que de por sí convoca a los distintos saberes, también al económico,
hacia una mirada más integral e integradora. Hoy el análisis de los problemas
ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares,
laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma, que genera
un determinado modo de relacionarse con los demás y con el ambiente. Hay una
interacción entre los ecosistemas y entre los diversos mundos de referencia
social, y así se muestra una vez más que « el todo es superior a la parte ».
Si todo está
relacionado, también la salud de las instituciones de una sociedad tiene
consecuencias en el ambiente y en la calidad de vida humana: « Cualquier
menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales ». En ese
sentido, la ecología social es necesariamente institucional, y alcanza
progresivamente las distintas dimensiones que van desde el grupo social
primario, la familia, pasando por la comunidad local y la nación, hasta la vida
internacional. Dentro de cada uno de los niveles sociales y entre ellos, se desarrollan
las instituciones que regulan las relaciones humanas. Todo lo que las dañe
entraña efectos nocivos, como la perdida de la libertad, la injusticia y la
violencia. Varios países se rigen con un nivel institucional precario, a costa
del sufrimiento de las poblaciones y en beneficio de quienes se lucran con ese
estado de cosas. Tanto en la administración del Estado, como en las distintas
expresiones de la sociedad civil, o en las relaciones de los habitantes entre
sí, se registran con excesiva frecuencia conductas alejadas de las leyes. Estas
pueden ser dictadas en forma correcta, pero suelen quedar como letra muerta.
¿Puede esperarse entonces que la legislación y las normas relacionadas con el
medio ambiente sean realmente eficaces? Sabemos, por ejemplo, que países
poseedores de una legislación clara para la protección de bosques siguen siendo
testigos mudos de la frecuente violación de estas leyes. Además, lo que sucede
en una región ejerce, directa o indirectamente, influencias en las demás
regiones. Así, por ejemplo, el consumo de narcóticos en las sociedades
opulentas provoca una constante y creciente demanda de productos originados en
regiones empobrecidas, donde se corrompen conductas, se destruyen vidas y se
termina degradando el ambiente.
II. Ecología Cultural
Junto con el
patrimonio natural, hay un patrimonio histórico, artístico y cultural,
igualmente amenazado. Es parte de la identidad común de un lugar y una base
para construir una ciudad habitable. No se trata de destruir y de crear nuevas
ciudades supuestamente más ecológicas, donde no siempre se vuelve deseable
vivir. Hace falta incorporar la historia, la cultura y la arquitectura de un
lugar, manteniendo su identidad original. Por eso, la ecología también supone
el cuidado de las riquezas culturales de la humanidad en su sentido más amplio.
De manera más directa, reclama prestar atención a las culturas locales a la
hora de analizar cuestiones relacionadas con el medio ambiente, poniendo en
diálogo el lenguaje científico-técnico con el lenguaje popular. Es la cultura
no sólo en el sentido de los monumentos del pasado, sino especialmente en su
sentido vivo, dinámico y participativo, que no puede excluirse a la hora de
repensar la relación del ser humano con el ambiente.
La visión
consumista del ser humano, alentada por los engranajes de la actual economía
globalizada, tiende a homogeneizar las culturas y a debilitar la inmensa
variedad cultural, que es un tesoro de la humanidad. Por eso, pretender
resolver todas las dificultades a través de normativas uniformes o de
intervenciones técnicas lleva a desatender la complejidad de las problemáticas
locales, que requieren la intervención activa de los habitantes. Los nuevos
procesos que se van gestando no siempre pueden ser incorporados en esquemas
establecidos desde afuera, sino que deben partir de la misma cultura local. Así
como la vida y el mundo son dinámicos, el cuidado del mundo debe ser flexible y
dinámico. Las soluciones meramente técnicas corren el riesgo de atender a
síntomas que no responden a las problemáticas más profundas. Hace falta
incorporar la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas, y así
entender que el desarrollo de un grupo social supone un proceso histórico
dentro de un contexto cultural y requiere del continuado protagonismo de los
actores sociales locales desde su propia cultura. Ni siquiera la noción de
calidad de vida puede imponerse, sino que debe entenderse dentro del mundo de
símbolos y hábitos propios de cada grupo humano.
Muchas formas
altamente concentradas de explotación y degradación del medio ambiente no sólo
pueden acabar con los recursos de subsistencia locales, sino también con
capacidades sociales que han permitido un modo de vida que durante mucho tiempo
ha otorgado identidad cultural y un sentido de la existencia y de la convivencia.
La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición
de una especie animal o vegetal. La imposición de un estilo hegemónico de vida
ligado a un modo de producción puede ser tan dañina como la alteración de los
ecosistemas.
En este sentido,
es indispensable prestar especial atención a las comunidades aborígenes con sus
tradiciones culturales. No son una simple minoría entre otras, sino que deben
convertirse en los principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar
en grandes proyectos que afecten a sus espacios. Para ellos, la tierra no es un
bien económico, sino don de Dios y de los antepasados que descansan en ella, un
espacio sagrado con el cual necesitan interactuar para sostener su identidad y
sus valores. Cuando permanecen en sus territorios, son precisamente ellos
quienes mejor los cuidan. Sin embargo, en diversas partes del mundo, son objeto
de presiones para que abandonen sus tierras a fin de dejarlas libres para
proyectos extractivos y agropecuarios que no prestan atención a la degradación
de la naturaleza y de la cultura.
III. Ecología de
la Vida Cotidiana
Para que pueda
hablarse de un auténtico desarrollo, habrá que asegurar que se produzca una
mejora integral en la calidad de vida humana, y esto implica analizar el
espacio donde transcurre la existencia de las personas. Los escenarios que nos
rodean influyen en nuestro modo de ver la vida, de sentir y de actuar. A la
vez, en nuestra habitación, en nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo y en
nuestro barrio, usamos el ambiente para expresar nuestra identidad. Nos
esforzamos para adaptarnos al medio y, cuando un ambiente es desordenado,
caótico o cargado de contaminación visual y acústica, el exceso de estímulos
nos desafía a intentar configurar una identidad integrada y feliz.
Es admirable la
creatividad y la generosidad de personas y grupos que son capaces de revertir los
límites del ambiente, modificando los efectos adversos de los condicionamientos
y aprendiendo a orientar su vida en medio del desorden y la precariedad. Por
ejemplo, en algunos lugares, donde las fachadas de los edificios están muy
deterioradas, hay personas que cuidan con mucha dignidad el interior de sus
viviendas, o se sienten cómodas por la cordialidad y la amistad de la gente. La
vida social positiva y benéfica de los habitantes derrama luz sobre un ambiente
aparentemente desfavorable. A veces es encomiable la ecología humana que pueden
desarrollar los pobres en medio de tantas limitaciones. La sensación de asfixia
producida por la aglomeración en residencias y espacios con alta densidad
poblacional se contrarresta si se desarrollan relaciones humanas cercanas y
cálidas, si se crean comunidades, si los límites del ambiente se compensan en
el interior de cada persona, que se siente contenida por una red de comunión y
de pertenencia. De ese modo, cualquier lugar deja de ser un infierno y se
convierte en el contexto de una vida digna.
También es
cierto que la carencia extrema que se vive en algunos ambientes que no poseen
armonía, amplitud y posibilidades de integración facilita la aparición de
comportamientos inhumanos y la manipulación de las personas por parte de
organizaciones criminales. Para los habitantes de barrios muy precarios, el
paso cotidiano del hacinamiento al anonimato social que se vive en las grandes
ciudades puede provocar una sensación de desarraigo que favorece las conductas antisociales
y la violencia. Sin embargo, quiero insistir en que el amor puede más. Muchas
personas en estas condiciones son capaces de tejer lazos de pertenencia y de
convivencia que convierten el hacinamiento en una experiencia comunitaria donde
se rompen las paredes del yo y se superan las barreras del egoísmo. Esta
experiencia de salvación comunitaria es lo que suele provocar reacciones
creativas para mejorar un edificio o un barrio.
Dada la
interrelación entre el espacio y la conducta humana, quienes diseñan edificios,
barrios, espacios públicos y ciudades necesitan del aporte de diversas
disciplinas que permitan entender los procesos, el simbolismo y los comportamientos
de las personas. No basta la búsqueda de la belleza en el diseño, porque más
valioso todavía es el servicio a otra belleza: la calidad de vida de las
personas, su adaptación al ambiente, el encuentro y la ayuda mutua. También por
eso es tan importante que las perspectivas de los pobladores siempre completen
el análisis del planeamiento urbano.
Hace falta
cuidar los lugares comunes, los marcos visuales y los hitos urbanos que
acrecientan nuestro sentido de pertenencia, nuestra sensación de arraigo,
nuestro sentimiento de « estar en casa » dentro de la ciudad que nos contiene y
nos une. Es importante que las diferentes partes de una ciudad estén bien
integradas y que los habitantes puedan tener una visión de conjunto, en lugar
de encerrarse en un barrio privándose de vivir la ciudad entera como un espacio
propio compartido con los demás. Toda intervención en el paisaje urbano o rural
debería considerar cómo los distintos elementos del lugar conforman un todo que
es percibido por los habitantes como un cuadro coherente con su riqueza de
significados. Así los otros dejan de ser extraños, y se los puede sentir como
parte de un « nosotros » que construimos juntos. Por esta misma razón, tanto en
el ambiente urbano como en el rural, conviene preservar algunos lugares donde
se eviten intervenciones humanas que los modifiquen constantemente.
La falta de
viviendas es grave en muchas partes del mundo, tanto en las zonas rurales como
en las grandes ciudades, porque los presupuestos estatales sólo suelen cubrir
una pequeña parte de la demanda. No sólo los pobres, sino una gran parte de la
sociedad sufren serias dificultades para acceder a una vivienda propia. La
posesión de una vivienda tiene mucho que ver con la dignidad de las personas y
con el desarrollo de las familias. Es una cuestión central de la ecología
humana. Si en un lugar ya se han desarrollado conglomerados caóticos de casas
precarias, se trata sobre todo de urbanizar esos barrios, no de erradicar y
expulsar. Cuando los pobres viven en suburbios contaminados o en conglomerados
peligrosos, « en el caso que se deba proceder a su traslado, y para no añadir
más sufrimiento al que ya padecen, es necesario proporcionar una información
adecuada y previa, ofrecer alternativas de alojamientos dignos e implicar
directamente a los interesados ».118 Al mismo tiempo, la creatividad debería
llevar a integrar los barrios precarios en una ciudad acogedora: « ¡Qué
hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a
los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo!
¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas
de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!
».119
La calidad de
vida en las ciudades tiene mucho que ver con el transporte, que suele ser causa
de grandes sufrimientos para los habitantes. En las ciudades circulan muchos
automóviles utilizados por una o dos personas, con lo cual el tránsito se hace
complicado, el nivel de contaminación es alto, se consumen cantidades enormes
de energía no renovable y se vuelve necesaria la construcción de más autopistas
y lugares de estacionamiento que perjudican la trama urbana. Muchos
especialistas coinciden en la necesidad de priorizar el transporte público.
Pero algunas medidas necesarias difícilmente serán pacíficamente aceptadas por
la sociedad sin una mejora sustancial de ese transporte, que en muchas ciudades
significa un trato indigno a las personas debido a la aglomeración, a la
incomodidad o a la baja frecuencia de los servicios y a la inseguridad.
El
reconocimiento de la dignidad peculiar del ser humano muchas veces contrasta
con la vida caótica que deben llevar las personas en nuestras ciudades. Pero
esto no debería hacer perder de vista el estado de abandono y olvido que sufren
también algunos habitantes de zonas rurales, donde no llegan los servicios
esenciales, y hay trabajadores reducidos a situaciones de esclavitud, sin
derechos ni expectativas de una vida más digna.
La ecología
humana implica también algo muy hondo: la necesaria relación de la vida del ser
humano con la ley moral escrita en su propia naturaleza, necesaria para poder
crear un ambiente más digno. Decía Benedicto XVI que existe una « ecología del
hombre » porque « también el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y
que no puede manipular a su antojo ».120 En esta línea, cabe reconocer que
nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con
los demás seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es
necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa
común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en
una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación. Aprender a recibir el
propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados, es esencial para una
verdadera ecología humana. También la valoración del propio cuerpo en su
femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el
encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don
específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse
recíprocamente. Por lo tanto, no es sana una actitud que pretenda « cancelar la
diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma ».121
IV. El Principio
del Bien Común
La ecología
humana es inseparable de la noción de bien común, un principio que cumple un
rol central y unificador en la ética social. Es « el conjunto de condiciones de
la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus
miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección ».
El bien común
presupone el respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e
inalienables ordenados a su desarrollo integral. También reclama el bienestar
social y el desarrollo de los diversos grupos intermedios, aplicando el
principio de la subsidiariedad. Entre ellos destaca especialmente la familia,
como la célula básica de la sociedad. Finalmente, el bien común requiere la paz
social, es decir, la estabilidad y seguridad de un cierto orden, que no se
produce sin una atención particular a la justicia distributiva, cuya violación
siempre genera violencia. Toda la sociedad –y en ella, de manera especial el
Estado– tiene la obligación de defender y promover el bien común.
En las
condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas inequidades y
cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos
básicos, el principio del bien común se convierte inmediatamente, como lógica e
ineludible consecuencia, en un llamado a la solidaridad y en una opción
preferencial por los más pobres. Esta opción implica sacar las consecuencias
del destino común de los bienes de la tierra, pero, como he intentado expresar
en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, exige contemplar ante todo la
inmensa dignidad del pobre a la luz de las más hondas convicciones creyentes.
Basta mirar la realidad para entender que esta opción hoy es una exigencia
ética fundamental para la realización efectiva del bien común.
V. Justicia
entre las Generaciones
La noción de
bien común incorpora también a las generaciones futuras. Las crisis económicas
internacionales han mostrado con crudeza los efectos dañinos que trae aparejado
el desconocimiento de un destino común, del cual no pueden ser excluidos
quienes vienen detrás de nosotros. Ya no puede hablarse de desarrollo
sostenible sin una solidaridad intergeneracional. Cuando pensamos en la
situación en que se deja el planeta a las generaciones futuras, entramos en
otra lógica, la del don gratuito que recibimos y comunicamos. Si la tierra nos
es donada, ya no podemos pensar sólo desde un criterio utilitarista de
eficiencia y productividad para el beneficio individual. No estamos hablando de
una actitud opcional, sino de una cuestión básica de justicia, ya que la tierra
que recibimos pertenece también a los que vendrán. Los Obispos de Portugal han
exhortado a asumir este deber de justicia: « El ambiente se sitúa en la lógica
de la recepción. Es un préstamo que cada generación recibe y debe transmitir a
la generación siguiente ». Una ecología integral posee esa mirada amplia.
¿Qué tipo de
mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?
Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, porque no se puede
plantear la cuestión de modo fragmentario. Cuando nos interrogamos por el mundo
que queremos dejar, entendemos sobre todo su orientación general, su sentido,
sus valores. Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras
preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes. Pero si esta
pregunta se plantea con valentía, nos lleva inexorablemente a otros
cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué
vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita
esta tierra? Por eso, ya no basta decir que debemos preocuparnos por las
futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está en juego es nuestra
propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta
habitable para la humanidad que nos sucederá. Es un drama para nosotros mismos,
porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra.
Las predicciones
catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas
generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El
ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado
las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por
ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes, como de hecho ya está
ocurriendo periódicamente en diversas regiones. La atenuación de los efectos
del actual desequilibrio depende de lo que hagamos ahora mismo, sobre todo si
pensamos en la responsabilidad que nos atribuirán los que deberán soportar las
peores consecuencias.
La dificultad
para tomar en serio este desafío tiene que ver con un deterioro ético y
cultural, que acompaña al deterioro ecológico. El hombre y la mujer del mundo
posmoderno corren el riesgo permanente de volverse profundamente
individualistas, y muchos problemas sociales se relacionan con el inmediatismo
egoísta actual, con las crisis de los lazos familiares y sociales, con las
dificultades para el reconocimiento del otro. Muchas veces hay un consumo
inmediatista y excesivo de los padres que afecta a los propios hijos, quienes
tienen cada vez más dificultades para adquirir una casa propia y fundar una
familia. Además, nuestra incapacidad para pensar seriamente en las futuras
generaciones está ligada a nuestra incapacidad para ampliar los intereses
actuales y pensar en quienes quedan excluidos del desarrollo. No imaginemos
solamente a los pobres del futuro, basta que recordemos a los pobres de hoy,
que tienen pocos años de vida en esta tierra y no pueden seguir esperando. Por
eso, « además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la urgente
necesidad moral de una renovada solidaridad intrageneracional ».
CAPÍTULO QUINTO
ALGUNAS LÍNEAS
DE ORIENTACIÓN
Y ACCIÓN
He intentado analizar
la situación actual de la humanidad, tanto en las grietas que se observan en el
planeta que habitamos, como en las causas más profundamente humanas de la
degradación ambiental. Si bien esa contemplación de la realidad en sí misma ya
nos indica la necesidad de un cambio de rumbo y nos sugiere algunas acciones,
intentemos ahora delinear grandes caminos de diálogo que nos ayuden a salir de
la espiral de autodestrucción en la que nos estamos sumergiendo.
I. Diálogo sobre
el Medio Ambiente
en la Política Internacional
Desde mediados
del siglo pasado, y superando muchas dificultades, se ha ido afirmando la
tendencia a concebir el planeta como patria y la humanidad como pueblo que
habita una casa de todos. Un mundo interdependiente no significa únicamente
entender que las consecuencias perjudiciales de los estilos de vida, producción
y consumo afectan a todos, sino principalmente procurar que las soluciones se
propongan desde una perspectiva global y no sólo en defensa de los intereses de
algunos países. La interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo, en un
proyecto común. Pero la misma inteligencia que se utilizó para un enorme
desarrollo tecnológico no logra encontrar formas eficientes de gestión
internacional en orden a resolver las graves dificultades ambientales y
sociales. Para afrontar los problemas de fondo, que no pueden ser resueltos por
acciones de países aislados, es indispensable un consenso mundial que lleve,
por ejemplo, a programar una agricultura sostenible y diversificada, a
desarrollar formas renovables y poco contaminantes de energía, a fomentar una
mayor eficiencia energética, a promover una gestión más adecuada de los
recursos forestales y marinos, a asegurar a todos el acceso al agua potable.
Sabemos que la
tecnología basada en combustibles fósiles muy contaminantes –sobre todo el
carbón, pero aun el petróleo y, en menor medida, el gas– necesita ser
reemplazada progresivamente y sin demora. Mientras no haya un amplio desarrollo
de energías renovables, que debería estar ya en marcha, es legítimo optar por
lo menos malo o acudir a soluciones transitorias. Sin embargo, en la comunidad
internacional no se logran acuerdos suficientes sobre la responsabilidad de
quienes deben soportar los costos de la transición energética. En las últimas
décadas, las cuestiones ambientales han generado un gran debate público que ha
hecho crecer en la sociedad civil espacios de mucho compromiso y de entrega generosa.
La política y la empresa reaccionan con lentitud, lejos de estar a la altura de
los desafíos mundiales. En este sentido se puede decir que, mientras la
humanidad del período post-industrial quizás sea recordada como una de las más
irresponsables de la historia, es de esperar que la humanidad de comienzos del
siglo XXI pueda ser recordada por haber asumido con generosidad sus graves
responsabilidades.
El movimiento
ecológico mundial ha hecho ya un largo recorrido, enriquecido por el esfuerzo
de muchas organizaciones de la sociedad civil. No sería posible aquí
mencionarlas a todas ni recorrer la historia de sus aportes. Pero, gracias a
tanta entrega, las cuestiones ambientales han estado cada vez más presentes en
la agenda pública y se han convertido en una invitación constante a pensar a
largo plazo. No obstante, las Cumbres mundiales sobre el ambiente de los
últimos años no respondieron a las expectativas porque, por falta de decisión
política, no alcanzaron acuerdos ambientales globales realmente significativos
y eficaces.
Cabe destacar la
Cumbre de la Tierra, celebrada en 1992 en Río de Janeiro. Allí se proclamó que
« los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas con
el desarrollo sostenible ». Retomando contenidos de la declaración de Estocolmo
(1972), consagró la cooperación internacional para cuidar el ecosistema de toda
la tierra, la obligación por parte de quien contamina de hacerse cargo
económicamente de ello, el deber de evaluar el impacto ambiental de toda obra o
proyecto. Propuso el objetivo de estabilizar las concentraciones de gases de
efecto invernadero en la atmósfera para revertir el calentamiento global.
También elaboró una agenda con un programa de acción y un convenio sobre
diversidad biológica, declaró principios en materia forestal. Si bien aquella
cumbre fue verdaderamente superadora y profética para su época, los acuerdos
han tenido un bajo nivel de implementación porque no se establecieron adecuados
mecanismos de control, de revisión periódica y de sanción de los
incumplimientos. Los principios enunciados siguen reclamando caminos eficaces y
ágiles de ejecución práctica.
Como
experiencias positivas se pueden mencionar, por ejemplo, el Convenio de Basilea
sobre los desechos peligrosos, con un sistema de notificación, estándares y
controles; también la Convención vinculante que regula el comercio
internacional de especies amenazadas de fauna y flora silvestre, que incluye
misiones de verificación del cumplimiento efectivo. Gracias a la Convención de
Viena para la protección de la capa de ozono y a su implementación mediante el
Protocolo de Montreal y sus enmiendas, el problema del adelgazamiento de esa
capa parece haber entrado en una fase de solución.
En el cuidado de
la diversidad biológica y en lo relacionado con la desertificación, los avances
han sido mucho menos significativos. En lo relacionado con el cambio climático,
los avances son lamentablemente muy escasos. La reducción de gases de efecto
invernadero requiere honestidad, valentía y responsabilidad, sobre todo de los
países más poderosos y más contaminantes. La Conferencia de las Naciones Unidas
sobre el desarrollo sostenible denominada Rio+20 (Río de Janeiro 2012) emitió
una extensa e ineficaz Declaración final. Las negociaciones internacionales no
pueden avanzar significativamente por las posiciones de los países que
privilegian sus intereses nacionales sobre el bien común global. Quienes
sufrirán las consecuencias que nosotros intentamos disimular recordarán esta
falta de conciencia y de responsabilidad. Mientras se elaboraba esta Encíclica,
el debate ha adquirido una particular intensidad. Los creyentes no podemos
dejar de pedirle a Dios por el avance positivo en las discusiones actuales, de
manera que las generaciones futuras no sufran las consecuencias de imprudentes
retardos.
Algunas de las
estrategias de baja emisión de gases contaminantes buscan la
internacionalización de los costos ambientales, con el peligro de imponer a los
países de menores recursos pesados compromisos de reducción de emisiones
comparables a los de los países más industrializados. La imposición de estas
medidas perjudica a los países más necesitados de desarrollo. De este modo, se
agrega una nueva injusticia envuelta en el ropaje del cuidado del ambiente.
Como siempre, el hilo se corta por lo más débil. Dado que los efectos del
cambio climático se harán sentir durante mucho tiempo, aun cuando ahora se
tomen medidas estrictas, algunos países con escasos recursos necesitarán ayuda
para adaptarse a efectos que ya se están produciendo y que afectan sus
economías. Sigue siendo cierto que hay responsabilidades comunes pero diferenciadas,
sencillamente porque, como han dicho los Obispos de Bolivia, « los países que
se han beneficiado por un alto grado de industrialización, a costa de una
enorme emisión de gases invernaderos, tienen mayor responsabilidad en aportar a
la solución de los problemas que han causado ».
La estrategia de
compraventa de « bonos de carbono » puede dar lugar a una nueva forma de
especulación, y no servir para reducir la emisión global de gases
contaminantes. Este sistema parece ser una solución rápida y fácil, con la
apariencia de cierto compromiso con el medio ambiente, pero que de ninguna
manera implica un cambio radical a la altura de las circunstancias. Más bien
puede convertirse en un recurso diversivo que permita sostener el sobreconsumo
de algunos países y sectores.
Los países
pobres necesitan tener como prioridad la erradicación de la miseria y el
desarrollo social de sus habitantes, aunque deban analizar el nivel escandaloso
de consumo de algunos sectores privilegiados de su población y controlar mejor
la corrupción. También es verdad que deben desarrollar formas menos
contaminantes de producción de energía, pero para ello requieren contar con la
ayuda de los países que han crecido mucho a costa de la contaminación actual
del planeta. El aprovechamiento directo de la abundante energía solar requiere
que se establezcan mecanismos y subsidios de modo que los países en desarrollo
puedan acceder a transferencia de tecnologías, asistencia técnica y recursos
financieros, pero siempre prestando atención a las condiciones concretas, ya
que « no siempre es adecuadamente evaluada la compatibilidad de los sistemas
con el contexto para el cual fueron diseñados ». Los costos serían bajos si se
los compara con los riesgos del cambio climático. De todos modos, es ante todo
una decisión ética, fundada en la solidaridad de todos los pueblos.
Urgen acuerdos
internacionales que se cumplan, dada la fragilidad de las instancias locales
para intervenir de modo eficaz. Las relaciones entre Estados deben resguardar
la soberanía de cada uno, pero también establecer caminos consensuados para
evitar catástrofes locales que terminarían afectando a todos. Hacen falta
marcos regulatorios globales que impongan obligaciones y que impidan acciones
intolerables, como el hecho de que países poderosos expulsen a otros países
residuos e industrias altamente contaminantes.
Mencionemos
también el sistema de gobernanza de los océanos. Pues, si bien hubo diversas
convenciones internacionales y regionales, la fragmentación y la ausencia de
severos mecanismos de reglamentación, control y sanción terminan minando todos
los esfuerzos. El creciente problema de los residuos marinos y la protección de
las áreas marinas más allá de las fronteras nacionales continúan planteando un
desafío especial. En definitiva, necesitamos un acuerdo sobre los regímenes de
gobernanza para toda la gama de los llamados « bienes comunes globales ».
La misma lógica
que dificulta tomar decisiones drásticas para invertir la tendencia al calentamiento
global es la que no permite cumplir con el objetivo de erradicar la pobreza.
Necesitamos una reacción global más responsable, que implica encarar al mismo
tiempo la reducción de la contaminación y el desarrollo de los países y
regiones pobres. El siglo XXI, mientras mantiene un sistema de gobernanza
propio de épocas pasadas, es escenario de un debilitamiento de poder de los
Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de
características transnacionales, tiende a predominar sobre la política. En este
contexto, se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales
más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas
equitativamente por acuerdo entre los gobiernos nacionales, y dotadas de poder
para sancionar. Como afirmaba Benedicto XVI en la línea ya desarrollada por la
doctrina social de la Iglesia, « para gobernar la economía mundial, para sanear
las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores
desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la
seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y
regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad
política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, [san] Juan XXIII
».129 En esta perspectiva, la diplomacia adquiere una importancia inédita, en
orden a promover estrategias internacionales que se anticipen a los problemas
más graves que terminan afectando a todos.
II. Diálogo
hacia nuevas Políticas
Nacionales y Locales
No sólo hay
ganadores y perdedores entre los países, sino también dentro de los países
pobres, donde deben identificarse diversas responsabilidades. Por eso, las
cuestiones relacionadas con el ambiente y con el desarrollo económico ya no se
pueden plantear sólo desde las diferencias entre los países, sino que requieren
prestar atención a las políticas nacionales y locales.
Ante la
posibilidad de una utilización irresponsable de las capacidades humanas, son
funciones impostergables de cada Estado planificar, coordinar, vigilar y
sancionar dentro de su propio territorio. La sociedad, ¿cómo ordena y custodia su
devenir en un contexto de constantes innovaciones tecnológicas? Un factor que
actúa como moderador ejecutivo es el derecho, que establece las reglas para las
conductas admitidas a la luz del bien común. Los límites que debe imponer una sociedad
sana, madura y soberana se asocian con: previsión y precaución, regulaciones
adecuadas, vigilancia de la aplicación de las normas, control
de la
corrupción, acciones de control operativo sobre los efectos emergentes no
deseados de los procesos productivos, e intervención oportuna ante riesgos
inciertos o potenciales. Hay una creciente jurisprudencia orientada a disminuir
los efectos contaminantes de los emprendimientos empresariales. Pero el marco
político e institucional no existe sólo para evitar malas prácticas, sino
también para alentar las mejores prácticas, para estimular la creatividad que
busca nuevos caminos, para facilitar las iniciativas personales y colectivas.
El drama del
inmediatismo político, sostenido también por poblaciones consumistas, provoca la
necesidad de producir crecimiento a corto plazo. Respondiendo a intereses electorales,
los gobiernos no se exponen fácilmente a irritar a la población con medidas que
puedan afectar al nivel de consumo o poner en riesgo inversiones extranjeras.
La miopía de la construcción de poder detiene la integración de la agenda
ambiental
con mirada
amplia en la agenda pública de los gobiernos. Se olvida así que « el tiempo es superior
al espacio », que siempre somos más fecundos cuando nos preocupamos por generar
procesos más que por dominar espacios de poder. La grandeza política se muestra
cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el
bien común a largo plazo. Al poder político le cuesta mucho asumir este deber en
un proyecto de nación.
En algunos
lugares, se están desarrollando cooperativas para la explotación de energías renovables
que permiten el autoabastecimiento local e incluso la venta de excedentes. Este
sencillo ejemplo indica que, mientras el orden mundial existente se muestra
impotente para asumir
responsabilidades,
la instancia local puede hacer una diferencia. Pues allí se puede generar una mayor
responsabilidad, un fuerte sentido comunitario, una especial capacidad de
cuidado y una creatividad más generosa, un entrañable amor a la propia tierra,
así como se piensa en lo que se deja a los hijos y a los nietos. Estos valores
tienen un arraigo muy hondo en las poblaciones aborígenes. Dado que el derecho
a veces se muestra insuficiente debido a la corrupción, se requiere una
decisión política presionada por la población. La sociedad, a través de
organismos no gubernamentales y asociaciones intermedias, debe obligar a los
gobiernos a desarrollar normativas, procedimientos y controles más rigurosos.
Si los ciudadanos no controlan al poder político –nacional, regional y
municipal–, tampoco es posible un control de los daños ambientales. Por otra parte,
las legislaciones de los municipios pueden ser más eficaces si hay acuerdos
entre poblaciones vecinas para sostener las mismas políticas ambientales.
No se puede
pensar en recetas uniformes, porque hay problemas y límites específicos de cada
país o región. También es verdad que el realismo político puede exigir medidas
y tecnologías de transición, siempre que estén acompañadas del diseño y la
aceptación de compromisos graduales
vinculantes.
Pero en los ámbitos nacionales y locales siempre hay mucho por hacer, como
promover las formas de ahorro de energía. Esto implica
favorecer formas
de producción industrial con máxima eficiencia energética y menos cantidad de
materia prima, quitando del mercado los
productos que
son poco eficaces desde el punto de vista energético o que son más
contaminantes.
También podemos mencionar
una buena gestión del transporte o formas de construcción y de saneamiento de
edificios que reduzcan su consumo
energético y su
nivel de contaminación. Por otra parte, la acción política local puede
orientarse a la modificación del consumo, al desarrollo de una economía de
residuos y de reciclaje, a la protección de especies y a la programación de una
agricultura diversificada con rotación de cultivos. Es posible alentar el
mejoramiento agrícola de regiones pobres mediante inversiones en infraestructuras
rurales, en la organización del mercado local o nacional, en sistemas de riego,
en el desarrollo de técnicas agrícolas sostenibles. Se pueden facilitar formas
de cooperación o de organización comunitaria que defiendan los intereses de los
pequeños productores y preserven los ecosistemas locales de la depredación. ¡Es
tanto lo que sí se puede hacer!
Es indispensable
la continuidad, porque no se pueden modificar las políticas relacionadas con el
cambio climático y la protección del ambiente cada vez que cambia un gobierno.
Los resultados requieren mucho tiempo, y suponen costos inmediatos con efectos
que no podrán ser mostrados dentro del actual período de gobierno. Por eso, sin
la presión de la población y de las instituciones siempre habrá resistencia a
intervenir, más aún cuando haya urgencias que resolver. Que un político asuma
estas responsabilidades con los costos que implican, no responde a la lógica
eficientista e inmediatista de la economía y de la política actual, pero si se
atreve a hacerlo, volverá a reconocer la dignidad que Dios le ha dado como
humano y dejará tras su paso por esta historia un testimonio de generosa
responsabilidad. Hay que conceder un lugar preponderante a una sana política,
capaz de reformar las instituciones, coordinarlas y dotarlas de mejores
prácticas, que permitan superar presiones e inercias viciosas. Sin embargo, hay
que agregar que los mejores mecanismos terminan sucumbiendo cuando faltan los
grandes fines, los valores, una comprensión humanista y rica de sentido que
otorguen a cada sociedad una orientación noble y generosa.
III. Diálogo y Transparencia
en los Procesos
Decisionales
La previsión del
impacto ambiental de los emprendimientos y proyectos requiere procesos
políticos transparentes y sujetos al diálogo, mientras la corrupción, que
esconde el verdadero impacto ambiental de un proyecto a cambio de favores,
suele llevar a acuerdos espurios que evitan informar y debatir ampliamente.
Un estudio del
impacto ambiental no debería ser posterior a la elaboración de un proyecto
productivo o de cualquier política, plan o programa a desarrollarse. Tiene que
insertarse desde el principio y elaborarse de modo interdisciplinario transparente
e independiente de toda presión económica o política. Debe conectarse con el
análisis de las condiciones de trabajo y de los posibles efectos en la salud
física y mental de las personas, en la economía local, en la seguridad. Los
resultados económicos podrán así deducirse de manera más realista, teniendo en
cuenta los escenarios posibles y eventualmente previendo la necesidad de una
inversión mayor para resolver efectos indeseables que puedan ser corregidos.
Siempre es necesario alcanzar consensos entre los distintos actores sociales,
que pueden aportar diferentes perspectivas, soluciones y alternativas. Pero en
la mesa de discusión deben tener un lugar privilegiado los habitantes locales,
quienes se preguntan por lo que quieren para ellos y para sus hijos, y pueden considerar
los fines que trascienden el interés económico inmediato. Hay que dejar de
pensar en « intervenciones » sobre el ambiente para dar lugar a políticas
pensadas y discutidas por todas las partes interesadas. La participación
requiere que todos sean adecuadamente informados de los diversos aspectos y de
los diferentes riesgos y posibilidades, y no se reduce a la decisión inicial
sobre un proyecto, sino que implica también acciones de seguimiento o
monitorización constante. Hace falta sinceridad y verdad en las discusiones
científicas y políticas, sin reducirse a considerar qué está permitido o no por
la legislación.
Cuando aparecen
eventuales riesgos para el ambiente que afecten al bien común presente y
futuro, esta situación exige « que las decisiones se basen en una comparación
entre los riesgos y los beneficios hipotéticos que comporta cada decisión
alternativa posible ». Esto vale sobre todo si un proyecto puede producir un
incremento de utilización de recursos naturales, de emisiones o vertidos, de
generación de residuos, o una modificación significativa en el paisaje, en el
hábitat de especies protegidas o en un espacio público. Algunos proyectos, no
suficientemente analizados, pueden afectar profundamente la calidad de vida de
un lugar debido a cuestiones tan diversas entre sí como una contaminación
acústica no prevista, la reducción de la amplitud visual, la pérdida de valores
culturales, los efectos del uso de energía nuclear. La cultura consumista, que
da prioridad al corto plazo y al interés privado, puede alentar trámites
demasiado rápidos o consentir el ocultamiento de información.
En toda
discusión acerca de un emprendimiento, una serie de preguntas deberían
plantearse en orden a discernir si aportará a un verdadero desarrollo integral:
¿Para qué? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Para quién? ¿Cuáles son
los riesgos? ¿A qué costo? ¿Quién paga los costos y cómo lo hará? En este
examen hay cuestiones que deben tener prioridad. Por ejemplo, sabemos que el
agua es un recurso escaso e indispensable y es un derecho fundamental que
condiciona el ejercicio de otros derechos humanos. Eso es indudable y supera
todo análisis de impacto ambiental de una región.
En la
Declaración de Río de 1992, se sostiene que, « cuando haya peligro de daño
grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá
utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces »132 que
impidan la degradación del medio ambiente. Este principio precautorio permite
la protección de los más débiles, que disponen de pocos medios para defenderse
y para aportar pruebas irrefutables. Si la información objetiva lleva a prever
un daño grave e irreversible, aunque no haya una comprobación indiscutible,
cualquier proyecto debería detenerse o modificarse. Así se invierte el peso de
la prueba, ya que en estos casos hay que aportar una demostración objetiva y
contundente de que la actividad propuesta no va a generar daños graves al
ambiente o a quienes lo habitan.
Esto no implica
oponerse a cualquier innovación tecnológica que permita mejorar la calidad de
vida de una población. Pero en todo caso debe quedar en pie que la rentabilidad
no puede ser el único criterio a tener en cuenta y que, en el momento en que
aparezcan nuevos elementos de juicio a partir de la evolución de la
información, debería haber una nueva evaluación con participación de todas las
partes interesadas. El resultado de la discusión podría ser la decisión de no
avanzar en un proyecto, pero también podría ser su modificación o el desarrollo
de propuestas alternativas.
Hay discusiones
sobre cuestiones relacionadas con el ambiente donde es difícil alcanzar
consensos. Una vez más expreso que la Iglesia no pretende definir las
cuestiones científicas ni sustituir a la política, pero invito a un debate
honesto y transparente, para que las necesidades particulares o las ideologías
no afecten al bien común.
IV. Política y
Economía en Diálogo
para la Plenitud
Humana
La política no
debe someterse a la economía y ésta no debe someterse a los dictámenes y al
paradigma eficientista de la tecnocracia. Hoy, pensando en el bien común,
necesitamos imperiosamente que la política y la economía, en diálogo, se
coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana.
La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la
población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema,
reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que sólo
podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación.
La crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una
nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación
de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo
una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo
al mundo. La producción no es siempre racional, y suele estar atada a variables
económicas que fijan a los productos un valor que no coincide con su valor
real. Eso lleva muchas veces a una sobreproducción de algunas mercancías, con
un impacto ambiental innecesario, que al mismo tiempo perjudica a muchas
economías regionales. La burbuja financiera también suele ser una burbuja
productiva. En definitiva, lo que no se afronta con energía es el problema de
la economía real, la que hace posible que se diversifique y mejore la
producción, que las empresas funcionen adecuadamente, que las pequeñas y
medianas empresas se desarrollen y creen empleo.
En este
contexto, siempre hay que recordar que « la protección ambiental no puede
asegurarse sólo en base al cálculo financiero de costos y beneficios. El
ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de
defender o de promover adecuadamente ».134 Una vez más, conviene evitar una
concepción mágica del mercado, que tiende a pensar que los problemas se
resuelven sólo con el crecimiento de los beneficios de las empresas o de los
individuos. ¿Es realista esperar que quien se obsesiona por el máximo beneficio
se detenga a pensar en los efectos ambientales que dejará a las próximas
generaciones? Dentro del esquema del rédito no hay lugar para pensar en los
ritmos de la naturaleza, en sus tiempos de degradación y de regeneración, y en
la complejidad de los ecosistemas, que pueden ser gravemente alterados por la
intervención humana. Además, cuando se habla de biodiversidad, a lo sumo se
piensa en ella como un depósito de recursos económicos que podría ser
explotado, pero no se considera seriamente el valor real de las cosas, su
significado para las personas y las culturas, los intereses y necesidades de
los pobres.
Cuando se
plantean estas cuestiones, algunos reaccionan acusando a los demás de pretender
detener irracionalmente el progreso y el desarrollo humano. Pero tenemos que
convencernos de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo
puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo. Los esfuerzos para un uso
sostenible de los recursos naturales no son un gasto inútil, sino una inversión
que podrá ofrecer otros beneficios económicos a medio plazo. Si no tenemos
estrechez de miras, podemos descubrir que la diversificación de una producción
más innovativa y con menor impacto ambiental, puede ser muy rentable. Se trata
de abrir camino a oportunidades diferentes, que no implican detener la
creatividad humana y su sueño de progreso, sino orientar esa energía con cauces
nuevos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario