Vemos que el poder de la gracia es mayor que el de la
naturaleza y, con todo, aún hacemos cálculos sobre los efectos de la bendición
proferida en nombre de Dios. Si la bendición de un hombre fue capaz de cambiar
el orden natural, ¿qué diremos de la misma consagración divina, en la que
actúan las palabras del Señor y Salvador en persona? Porque este sacramento que
recibes se realiza por la palabra de Cristo. Y si la palabra de Elías tuvo
tanto poder que hizo bajar fuego del cielo, ¿no tendrá poder la palabra de
Cristo para cambiar la naturaleza de los elementos? Respecto a la creación de
todas las cosas leemos que él lo dijo y fueron hechas, él lo mandó y
existieron. Por tanto, si la palabra de Cristo pudo hacer de la nada lo que no
existía, ¿no podrá cambiar en algo distinto lo que ya existe? Mayor poder
supone dar el ser a lo que no existe que dar un nuevo ser a lo que ya existe.
Más, ¿para qué usamos de argumentos? Atengámonos a lo
que aconteció en su propia persona, y los misterios de su encarnación nos
servirán de base para afirmar la verdad del misterio. Cuando el Señor Jesús
nació de María, ¿por ventura lo hizo según el orden natural? El orden natural
de la generación consiste en la unión de la mujer con el varón. Es evidente,
pues, que la concepción virginal de Cristo fue algo por encima del orden
natural. Y lo que nosotros hacemos presente es aquel cuerpo nacido de una
virgen. ¿Por qué buscar el orden natural en el cuerpo de Cristo, si el mismo
Señor Jesús nació de una virgen, fuera de las leyes naturales? Era real la
carne de Cristo que fue crucificada y sepultada; es, por tanto, real el sacramento
de su carne.
El mismo Señor Jesús afirma: Esto es mi cuerpo. Antes
de las palabras de la bendición celestial, otra es la realidad que se nombra;
después de la consagración, es significado el cuerpo de Cristo. Lo mismo
podemos decir de su sangre. Antes de la consagración, otro es el nombre que
recibe; después de la consagración, es llamada sangre. Y tú dices: Amén, que
equivale a decir: Así es. Que nuestra mente reconozca como verdadero lo que
dice nuestra boca, que nuestro interior asienta a lo que profesamos
externamente.
Por esto la Iglesia, contemplando la grandeza del don
divino, exhorta a sus hijos y miembros de su familia a que acudan a los
sacramentos, diciendo: Comed, mis familiares, bebed y embriagaos, hermanos
míos. Qué es lo que hay que comer y beber, nos lo enseña en otro lugar el
Espíritu Santo por boca del salmista: Gustad y ved qué bueno es el Señor,
dichoso el que se acoge a él. En este sacramento está Cristo, porque es el
cuerpo de Cristo. No es, por tanto, un alimento material, sino espiritual. Por
ello dice el Apóstol, refiriéndose a lo que era figura del mismo, que nuestros
padres comieron el mismo manjar espiritual, y bebieron de la misma espiritual
bebida. En efecto, el cuerpo de Dios es espiritual, el cuerpo de Cristo es un
cuerpo espiritual y divino, ya que Cristo es espíritu, tal como leemos: El
espíritu ante nuestra faz, Cristo el Señor. Y en la carta de Pedro leemos
también: Cristo murió por vosotros. Finalmente, este alimento fortalece nuestro
corazón, y esta bebida alegra el corazón del hombre, como recuerda el salmista.
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