LA
SEÑORA ME HABLO
Un
día, yo había ido, con dos niñas más, a orillas del río Gave, a coger leña,
cuando oí un ruido. Miré hacia el prado, pero vi que los árboles no se movían
lo más mínimo. Entonces levanté la cabeza y miré la cueva. Vi a una Señora toda
de blanco: llevaba una túnica blanca y un ceñidor azul, y sobre cada uno de sus
pies tenía una rosa de un color entre blanco y amarillo, del mismo color que su
rosario.
Al
verla, me froté los ojos, creyendo que me engañaba; metí las manos en el
bolsillo donde encontré el rosario. Quise también persignarme, pero no pude
llevar la mano a la frente, sino que me cayó sin fuerza. Pero al persignarme
aquella Señora, yo también lo intenté, y, aunque la mano me temblaba, pude
hacerlo por fin. Al mismo tiempo empecé a rezar el rosario, mientras la Señora
iba pasando también las cuentas de su rosario, aunque sin mover los labios.
Cuando terminé el rosario, la visión se desvaneció al momento.
Pregunté
a las dos niñas si habían visto algo: ellas dijeron que no, y me preguntaron si
tenía algo que contarles. Les aseguré que había visto a una Señora vestida de
blanco, pero que no sabía quién era, y les advertí que no dijeran nada a nadie.
Ellas me aconsejaron que no volviera a aquel lugar, a lo que yo me negué. Allí
volví el domingo, movida por una fuerza interior.
Aquella
Señora no me habló hasta la tercera vez, y me preguntó si quería ir a verla
durante quince días. Yo le respondí que sí. Ella añadió que tenía que decir a
los presbíteros que procuraran que se le edificase una capilla en aquel mismo
lugar; luego me mandó que bebiese en la fuente. Como no había ninguna fuente,
me dirigía al río Gave; pero ella me indicó que no se refería a él, y con el
dedo me señalo la fuente. Me acerqué a ella, y no encontré más que un poco de
agua fangosa. Acerqué la mano, pero no pude recoger ni una gota; entonces
comencé a rascar y, finalmente, pude coger un poco de agua; la arrojé tres
veces, y a la cuarta ya pude beber. La visión desapareció y yo me fui.
Volví
allí durante quince días, y la Señora se me apareció cada día, fuera de lunes y
un viernes, insistiendo en que tenía que decir a los presbíteros que se le
había de edificar allí una capilla, que tenía que ir a la fuente a lavarme y
rogar por la conversión de los pecadores. Varias veces le pregunté quién era,
pero ella se limitaba a sonreír dulcemente; finalmente, poniendo los brazos en
alto y levantando los ojos al cielo, me dijo que era la Inmaculada Concepción.
Durante
aquellos quince días, me comunicó también tres secretos, prohibiéndome que se
los revelara a nadie en absoluto. Lo cual he observado hasta ahora fielmente.
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