Simeón, en quien el Espíritu Santo
moraba, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al
Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y
María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios,
diciendo:
“Señor, ya puedes dejar morir en
paz a tu , siervo según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a
tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos, luz que
alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”:
El padre y la madre del niño
estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la
madre de Jesús, le anunció: “Este niño ha sido puesto para ruina y
resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para
que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una
espada te atravesará el alma”.
(Refiriéndose de
antemano a la muerte de Jesús en la Cruz)
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