Imitemos
la Benignidad de Dios
Reconoce
de dónde te viene la existencia, el aliento, la inteligencia y el saber, y, lo
que es más aún, el conocimiento de Dios, la esperanza del reino de los cielos,
la contemplación de la gloria (ahora, es verdad, como en un espejo y
confusamente, pero después de un modo pleno y perfecto), el ser hijo de Dios,
el ser coheredero de Cristo y, para decirlo con toda audacia, el haber sido
incluso hecho dios. ¿De dónde y de quién te viene todo esto?
Y,
para enumerar también estas cosas menos importantes y que están a la vista,
¿por gracia de quién contemplas la hermosura del cielo, el recorrido del sol,
la órbita de la luna, la multitud de las estrellas y el orden y concierto que
en todo esto brilla, como en las cuerdas de una lira? ¿Quién te ha dado la lluvia,
el cultivo de los campos, la comida, las diversas artes, el lugar para habitar,
las leyes, la vida social, una vida llevadera y civilizada, la amistad y la
familiaridad con los que están unidos a ti por vínculos de parentesco?
¿De
dónde te viene que, entre los animales, unos te sean mansos y dóciles, y otros
estén destinados a servirte como alimento?
¿Quién
te ha constituido amo y rey de todo lo que hay sobre la tierra?
¿Quién,
para no recordar una por una todas las cosas, te ha dado todo aquello que te
hace superior a los demás seres animados?
¿No
es verdad que todo esto procede de Dios, el cual te pide ahora, en justa
retribución, tu benignidad, por encima de todo y en favor de todo? ¿Es que no
nos avergonzaremos, después que de él hemos recibido y esperamos recibir tanto,
de negarle incluso esto: la benignidad? Él, aun siendo Dios y Señor, no se avergüenza
de llamarse Padre nuestro y nosotros ¿nos cerraremos a los que son de nuestra
misma condición?
No
hermanos y amigos míos, no seamos malos administradores de los bienes que Dios
nos ha regalado, no nos hagamos acreedores a la reprensión de Pedro: Avergonzaos,
los que retenéis lo ajeno, esforzaos en imitar la equidad de Dios, y así nadie
será pobre.
No
pongamos nuestro afán en reunir y conservar riquezas, mientras otros padecen
necesidad, no sea que nos alcancen las duras y amenazadoras palabras del profeta
Amós, cuando dice: Escuchad, los que decís: ¿Cuándo pasará la luna nueva, para
vender trigo, y el sábado, para ofrecer el grano?
Imitemos
aquella suprema y primera ley de Dios, según la cual hace llover sobre justos y
pecadores, y hace salir el sol igualmente para todos; que pone la tierra, las
fuentes, los ríos y los bosques a plena disposición de los animales terrestres,
el aire a disposición de las aves, el agua a disposición de los animales
acuáticos; y que ha dado a todos con abundancia lo que necesitan para
subsistir, sin estar en esto sujetos al dominio de nadie, sin ninguna ley que
ponga limitaciones, sin límites ni fronteras; sino que lo ha puesto todo en
común, con amplitud y abundancia, sin que por ello falte nunca de nada. Y esto
lo hizo para hacer resaltar, con la igualdad del don, la igualdad de la
dignidad de toda la naturaleza y para manifestar las riquezas de su benignidad.
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