LA
EUCARISTIA, PRENDA DE LA RESURRECCION
Si
no fuese verdad que nuestra carne es salvada, tampoco lo sería que el Señor nos
redimió con su sangre, ni que el cáliz eucarístico es comunión de su sangre y
el pan que partimos es comunión de su cuerpo. La sangre, en efecto, procede de
las venas y de la carne y de todo lo demás que pertenece a la condición real
del hombre, condición que el Verbo de Dios asumió en toda su realidad para
redimirnos con su sangre, como afirma el Apóstol: Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
Y,
porque somos los miembros, nos sirven de alimento los bienes de la creación;
pero él, que es quien nos da estos bienes creados, haciendo salir el sol y
haciendo llover según le place, afirmó que aquel cáliz, fruto de la creación,
era su sangre, con la cual da nuevo vigor a nuestra sangre, y aseveró que aquel
pan, fruto también de la creación, era su cuerpo, con el cual da vigor a
nuestro cuerpo.
Por
tanto, si el cáliz y el pan, cuando sobre ellos pronuncian las palabras
sacramentales, se convierten en la sangre y el cuerpo eucarístico del Señor,
con los cuales nuestra parte corporal recibe un nuevo incremento y
consistencia, ¿cómo podrá negarse que la carne es capaz de recibir el don de
Dios, que es la vida eterna, si es alimentada con la sangre y el cuerpo de
Cristo, del cual es miembro?
Cuando
el Apóstol dice en su carta a los Efesios: Porque somos miembros de su cuerpo,
de su carne y de sus huesos, no se refiere a alguna clase de hombre espiritual
e invisible –ya que un espíritu no tiene carne ni huesos-, sino al hombre tal
cual es en realidad concreta, que consta de carne, nervios y huesos, que es
alimentado con el cáliz de la sangre de Cristo, y que recibe vigor a aquel pan
que es el cuerpo de Cristo.
Y
del mismo modo que la rama de la vid plantada en la tierra da fruto a su
tiempo, y el grano de trigo caído en tierra y disuelto sale después
multiplicado por el Espíritu de Dios que todo lo abarca y lo mantiene unido, y
luego el hombre, con su habilidad, los transforma para su uso, y al recibir las
palabras consecratorias se convierten en el alimento eucarístico del cuerpo y
sangre de Cristo; del mismo modo nuestros cuerpos, alimentados con la
eucaristía, después de ser sepultados y disueltos bajo tierra, resucitarán a su
tiempo, por la resurrección que les otorgará aquel que es el Verbo de Dios,
para gloria de Dios Padre, que rodea de inmortalidad a este cuerpo mortal y da
gratuitamente la incorrupción a este cuerpo corruptible, ya que la fuerza de
Dios se muestra perfecta en la debilidad.
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