No
se gloríe el sabio de sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se
gloríe el rico su riqueza.
Entonces,
¿en qué puede gloriarse con verdad el hombre? ¿Dónde halla su grandeza? Quien
quiera gloriarse -continúa el texto sagrado-, que se gloríe de esto: de
conocerme y comprender que soy el Señor.
En
esto consiste la sublimidad del hombre, su gloria y su dignidad, en conocer
dónde se halla la verdadera grandeza y adherirse a ella, en buscar la gloria
que procede del Señor de la gloria. Dice, en efecto, el Apóstol: El que se
gloría, que se gloríe en el Señor, afirmación que se halla en aquel fragmento:
Cristo ha sido hecho por Dios para nuestra sabiduría, justicia, santificación y
redención; y así -como dice la Escritura- el que se gloría, que se gloríe en el
Señor.
Por
tanto, lo que hemos de hacer para gloriarnos de un modo perfecto e irreprochable
en el Señor es no enorgullecemos de nuestra propia justicia, sino reconocer que
en verdad carecemos de ella y que lo único que nos justifica es la fe en
Cristo.
En
esto precisamente se gloría Pablo, en despreciar su propia justicia y en buscar
la que se obtiene por la fe y que procede de Dios, para así tener íntima
experiencia de Cristo, del poder de su resurrección y de la comunión en sus
padecimientos, reproduciendo en sí su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección
de entre los muertos.
Así
caen por tierra toda altivez y orgullo. El único motivo que te queda para
gloriarte, oh hombre, y el único motivo de esperanza consiste en hacer morir
todo lo tuyo y buscar la vida futura de Cristo; de esta vida poseemos ya las
primicias, es algo incoado en nosotros, puesto que vivimos en la gracia y en el
don de Dios.
Y
es el mismo Dios el que obra en nosotros haciendo que queramos y obremos
movidos por lo que a él le agrada. Y es Dios también el que, por su Espíritu,
nos revela su sabiduría, la que de antemano destinó para nuestra gloria. Dios
nos da fuerzas y resistencia en nuestros trabajos. He trabajado con más afán
que todos -dice Pablo-, aunque no yo, sino la gracia de Dios conmigo.
Dios
saca del peligro más allá de toda esperanza humana. En nuestro interior -dice
también el Apóstol- pensábamos que no nos quedaba otra cosa sino la muerte. Así
lo permitió Dios para que no pusiésemos nuestra confianza en nosotros mismos,
sino en Dios, que resucita a los muertos. Él nos libró entonces de tan
inminente peligro de muerte y nos librará también ahora. Sí, en el tenemos
puesta la esperanza de que nos seguirá librando.
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