La
caridad es aquella buena disposición del ánimo que nada antepone al
conocimiento de Dios. Nadie que éste subyugado por las cosas terrenas podrá nunca
alcanzar esta virtud del amor a Dios.
El
que ama a Dios antepone su conocimiento a todas las cosas por él creadas y todo
su deseo y amor tienden continuamente hacia él.
Como
sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y por Dios es
inmensamente superior a sus creaturas, el que, dejando de lado a Dios,
incomparablemente mejor, se adhiere a las cosas inferiores demuestra con ello
que tiene en menos a Dios que a las cosas por él creadas.
El
que me ama -dice el Señor- guardará mis mandamientos. Éste es mi mandamiento:
que os améis unos a otros. Por tanto, el que no ama al prójimo no guarda su
mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento no pueda amar a Dios.
Dichoso
el hombre que es capaz de amar a todos los hombres por igual.
El
que ama a Dios ama también inevitablemente al prójimo; y el que tiene este amor
verdadero no puede guardar para sí su dinero, sino que lo reparte según Dios a
todos los necesitados.
El
que da limosna no hace, a imitación de Dios, discriminación alguna, en lo que
atañe a las necesidades corporales, entre buenos y malos, justos e injustos,
sino que reparte a todo por igual, a proporción de las necesidades de cada uno,
aunque su buena voluntad le inclina a preferir a los que se esfuerzan a
practicar la virtud, más bien que a los malos.
La
caridad no se demuestra solamente con la limosna, sino sobre todo con el hecho
de comunicar a los demás las enseñanzas divinas y prodigarles cuidados
corporales.
El
que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo, se
entrega sin fingimiento a la práctica de la caridad con el prójimo pronto se ve
liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del amor y del
conocimiento divinos.
El
que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni decae en el
seguimiento del Señor su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta
con fortaleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear
mal a nadie.
No
os contentéis con decir -advierte el profeta Jeremías-: Somos templo del Señor.
Tú no digas tampoco: La sola y escueta fe en nuestro Señor Jesucristo puede
darme la salvación. Ello no es posible si no te esfuerzas en adquirir también la
caridad para con Cristo, por medio de tus obras. Por lo que respecta a la fe
sola, dice la Escritura: También los demonios creen y tiemblan.
El
fruto de la caridad consiste en la beneficencia sincera y de corazón para con
el prójimo, en la liberalidad y la paciencia; y también en el recto uso de las
cosas.
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