Señor,
te he llamado, ven de prisa. Esto podemos decirlo todos. No lo digo yo solo,
sino el Cristo total. Pero es más bien el cuerpo quien habla aquí; pues Cristo,
cuando estaba en este mundo, oro en calidad de hombre, y oro al Padre en nombre
de todo el cuerpo, y al orar caían de todo su cuerpo gotas de sangre. Así está
escrito en el Evangelio: Jesús oraba con mayor intensidad, y sudó gruesas gotas
de sangre. Esta efusión de sangre de todo su cuerpo no significaba otra cosa
que la pasión de los mártires de toda la Iglesia.
Señor,
te he llamado, ven de prisa, escucha mi voz cuando te llamo. Al decir: Te he
llamado, no creas que ya ha cesado el motivo de llamar. Has llamado, pero no
por eso puedes estar ya seguro. Si hubiera terminado ya la tribulación, no tendrás
que llamar más; pero, como la tribulación de la Iglesia y del cuerpo de Cristo continúa
hasta el fin de los siglos, no sólo hemos de decir: Te he llamado, ven de
prisa, sino también; Escucha mi voz cuando te llamo.
Suba
mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de
la tarde. Todo cristiano sabe que estas palabras suelen entenderse de la Cabeza
en persona. Cuando, en efecto, declinaba el día, el Señor entregó
voluntariamente su vida en la cruz, para volver a recobrarla. Pero también
entonces estábamos nosotros allí representados. Pues lo que colgó del madero es
la misma naturaleza que tomó de nosotros. Si no, ¿cómo hubiera sido nunca
posible que el Padre abandonara a su Hijo único, siendo ambos un solo Dios? Y,
sin embargo, clavando nuestra frágil condición en la cruz, en la cual, como
dice el Apóstol, nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, clamó en
nombre este hombre viejo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Aquella
ofrenda de la tarde fue, pues, la pasión del Señor, la cruz del Señor, oblación
de la víctima salvadora, holocausto agradable a Dios. Aquella ofrenda de la
tarde se convirtió, por la resurrección, en ofrenda matinal. Así, la oración
que sale con toda pureza de lo íntimo de la fe se eleva como el incienso desde
el altar sagrado. Ningún otro aroma es más agradable a Dios que éste; este
aroma debe ser ofrecido a él por los creyentes.
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