Dice el Apóstol: El mundo está crucificado para mí y
yo para el mundo. Existe, pues, en esta vida una muerte que es buena; por ello
se nos exhorta a que llevemos siempre en nosotros por todas partes los
sufrimientos mortales de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste
en nosotros.
Que la muerte vaya, pues, actuando en nosotros, para
que también se manifieste en nosotros la vida, es decir, para que obtengamos
aquella vida buena que sigue a la muerte, vida dichosa después de la victoria,
vida feliz, terminado el combate, vida en la que la ley de la carne no se opone
ya a la ley del espíritu, vida, finalmente, en tal, porque el mismo cuerpo
mortal ha alcanzado ya la victoria.
Yo mismo no sabría decir si la grandeza de esta muerte
es mayor incluso que la misma vida. Pues me hace dudar la autoridad del Apóstol
que afirma: En nosotros va trabajando la muerte, y en vosotros va actuando la
vida. En efecto, ¿cuántos pueblos no fueron engendrados a la vida por la muerte
de uno solo! Por ello enseña el Apóstol que los que los que viven en esta vida
deben apetecer que la muerte feliz de Cristo brille en sus propios cuerpos y
deshaga nuestra condición física para que nuestro interior se renueve y,
desmoronándose la morada terrestre en que acampamos, dé lugar a la edificación
de una casa eterna en el cielo.
Imita, pues, la muerte del Señor quien aparta de la
vida según la carne y aleja de sí aquellas injusticias de las que el Señor dice
por Isaías: Abre las prisiones injustas, haz saltar las coyundas de los yugos,
deja libres a los oprimidos, rompe todos los cepos.
El Señor, pues, quiso morir y penetrar en el reino de
la muerte para destruir con ello toda culpa; pero, a fin de que la naturaleza
humana no acabara nuevamente en la muerte, se nos dio la resurrección de los
muertos: así por la muerte fue destruida la culpa y por la resurrección la
naturaleza humana recobró la inmortalidad.
La muerte de Cristo es, pues, como la transformación
del universo. Es necesario, por tanto, que también tú te vayas transformando
sin cesar: debes pasar de la corrupción a la incorrupción, de la muerte a la
vida, de la mortalidad a la inmortalidad, de la turbación a la paz. No te
perturbe, pues, el oír el nombre de muerte, antes bien, deléitate en los dones
que te aporta este tránsito feliz.
¿Qué significa en realidad para ti la muerte sino la
sepultura de los vicios y la resurrección de las virtudes? Por eso dice la
Escritura: Muera yo con la muerte de los justos, es decir, sea y sepultado como
ellos, para que desaparezcan mis culpas y sea revestido de la santidad de los
justos, es decir, de aquellos que llevan en su cuerpo y en su alma la muerte de
Cristo.
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