¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él? Un gran
misterio me envuelve y me penetra. Pequeño soy y, al mismo tiempo, grande,
exiguo y sublime, mortal e inmortal, terreno y celeste. Con Cristo soy
sepultado y con Cristo debo resucitar; estoy llamado a ser coheredero de Cristo
e hijo de Dios; llegaré incluso a ser Dios mismo.
Esto es lo que significa nuestro gran misterio; esto
lo que Dios nos ha concedido, y para que nosotros lo alcancemos quiso hacerse
hombre; quiso ser pobre, para levantar así la carne postrada y dar la
incolumidad al hombre que él mismo había creado a su imagen; así todos nosotros
llegamos a ser uno en Cristo, pues él ha querido que todos nosotros lleguemos a
ser aquello mismo que él es con toda perfección; así entre nosotros ya no hay
judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer, es decir, no
queda ya ningún residuo ni discriminación de la carne, sino que brilla sólo en
nosotros la imagen de Dios, por quien y para quien hemos sido creados y a cuya
semejanza estamos plasmados y hechos, para que nos reconozcamos siempre como
hechura suya.
¡Ojalá alcancemos un día aquello que esperamos de la
gran munificencia y benignidad de nuestro Dios! Él pide cosas insignificantes y
promete en cambio grandes dones, tanto en este mundo como en el futuro, a
quienes lo aman sinceramente. Sufrámoslo, pues, todo por él y aguantémoslo todo
esperando en él; démosle gracias por todo (él sabe ciertamente que con
frecuencia nuestros sufrimientos son un instrumento de salvación);
encomendémosle nuestras vidas y las de aquellos que, habiendo vivido en otro
tiempo con nosotros, nos han precedido ya en la morada eterna.
¡Señor y hacedor de todo y especialmente del ser
humano! ¡Dios, Padre y guía de los hombres que creaste! ¡Árbitro de la vida y
de la muerte! ¡Guardián y bienhechor de nuestras almas! ¡Tú que lo realizas
todo en su momento oportuno y, por tu Verbo, vas llevando a su fin todas las
cosas según la sublimidad de aquella sabiduría tuya que todo lo sabe y todo lo
penetra! Te pedimos que recibas ahora en tu reino a Cesáreo, que como primicia
de nuestra comunidad ha ido ya hacía a ti.
Dígnate también, Señor, velar por nuestra vida,
mientras moramos en este mundo, y, cuando nos llegue el momento de dejarlo, haz
que lleguemos a ti preparados por el temor que tuvimos de ofenderte, aunque no
ciertamente poseídos de terror. No permitas, Señor, que, en la hora de nuestra
muerte, desesperados y sin acordarnos de ti, nos sintamos como arrancados y
expulsados de este mundo, como suele acontecer con los hombres que viven
entregados a los placeres de esta vida, sino que, por el contrario, alegres y
bien dispuestos, lleguemos a la vida eterna y feliz, en Cristo Jesús Señor
nuestro, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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