Los cristianos deben cooperar con gusto y de corazón en
la edificación de un orden internacional en el que se respeten las legítimas
libertades y se fomente una sincera fraternidad entre todos; y eso con tanta
mayor razón cuanto más claramente se advierte que la mayor parte de la humanidad
sufre todavía una extrema pobreza, hasta tal punto que puede decirse que Cristo
mismo, en la persona de los pobres, eleva su voz para solicitar la caridad de
los discípulos. Que se evite, pues, el escándalo de que mientras ciertas naciones,
cuya población es muchas veces en su mayoría cristiana, abundan en toda clase
de bienes, otras, en cambio, se ven privadas de lo más indispensable y sufren a
causa del hambre, de las enfermedades y de toda clase de miserias. El espíritu de
pobreza y de caridad debe ser la gloria y el testimonio de la Iglesia de
Cristo.
Hay que alabar y animar, por tanto, a aquellos
cristianos, sobre todo los jóvenes, que espontáneamente se ofrecen para ayudar
a los demás hombres y naciones. Más aún, es deber de todo pueblo de Dios,
animado y guiado por la palabra y el ejemplo de sus obispos, aliviar, según las
posibilidades de cada uno, las miserias de nuestro tiempo; y esto hay que
hacerlo como era costumbre en la antigua Iglesia, dando no solamente de los
bienes superfluos, sino aun de los necesarios.
El modo de recoger y distribuir lo necesario para las
diversas necesidades, sin que haya de ser rígida y uniformemente ordenado, llévese
a cabo, sin embargo, con de toda solicitud en cada una de las diócesis,
naciones e incluso en el plano universal, uniendo siempre que se crea
conveniente la colaboración de los católicos con la de los otros hermanos cristianos.
En efecto, el espíritu de caridad, lejos de prohibir el ejercicio ordenado y
previsor de la acción social y caritativa, más bien lo exige. De aquí que sea
necesario que quienes pretenden dedicarse al servicio de las naciones en vía de
desarrollo sean oportunamente formados en instituciones especializadas.
Por eso la Iglesia debe estar siempre presente en la
comunidad de naciones para fomentar o despertar la cooperación entre los
hombres; y eso tanto por medio de sus órganos oficiales como por la colaboración
sincera y plena de cada uno de los cristianos, colaboración que debe inspirarse
en el único deseo de servir a todos.
Este resultado se conseguirá mejor si los mismos
fieles, en sus propios ambientes, conscientes de la propia responsabilidad
humana y cristiana, se esfuerzan por despertar el deseo de una generosa cooperación
con la comunidad internacional. Dese a esto una especial importancia en la formación
de los jóvenes, tanto en su formación religiosa como civil.
Finalmente, es muy de desear que los católicos, para
cumplir debidamente su deber en el seno de la comunidad internacional, se
esfuercen por cooperar activa y positivamente con sus hermanos separados, que
como ellos profesan la caridad evangélica, y con todos aquellos otros hombres
que están sedientos de verdadera paz.
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