CARTA
ENCICLICA DE LA FE
PAPA FRANCISCO
(2ª. parte)
La
plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe,
Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de
Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo
mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es
una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en
otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en
el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la
medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos
necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios.
Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). La
vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación
con él— abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos
entrar. La importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda reflejada
en los diversos usos que hace san Juan del verbo credere. Junto a « creer que »
es verdad lo que Jesús nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan usa también las
locuciones « creer a » Jesús y « creer en » Jesús. « Creemos a » Jesús cuando
aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn 6,30). «
Creemos en » Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos
confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del
camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44). Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y
seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión del Padre
se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un recorrido
temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección
en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en
nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no
nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo,
descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía
sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad
todavía el camino sobre la tierra.
La
Salvación Mediante la Fe
A
partir de esta participación en el modo de ver de Jesús, el apóstol Pablo nos
ha dejado en sus escritos una descripción de la existencia creyente. El que
cree, aceptando el don de la fe, es transformado en una creatura nueva, recibe
un nuevo ser, un ser filial que se hace hijo en el Hijo. « Abbá, Padre », es la
palabra más característica de la experiencia de Jesús, que se convierte en el
núcleo de la experiencia cristiana (cf. Rm 8,15). La vida en la fe, en cuanto
existencia filial, consiste en reconocer el don originario y radical, que está
a la base de la existencia del hombre, y puede resumirse en la frase de san
Pablo a los Corintios: « ¿Tienes algo que no hayas recibido? » (1 Co 4,7).
Precisamente en este punto se sitúa el corazón de la polémica de san Pablo con
los fariseos, la discusión sobre la salvación mediante la fe o mediante las
obras de la ley. Lo que san Pablo rechaza es la actitud de quien pretende
justificarse a sí mismo ante Dios mediante sus propias obras. Éste, aunque
obedezca a los mandamientos, aunque haga obras buenas, se pone a sí mismo en el
centro, y no reconoce que el origen de la bondad es Dios. Quien obra así, quien
quiere ser fuente de su propia justicia, ve cómo pronto se le agota y se da
cuenta de que ni siquiera puede mantenerse fiel a la ley. Se cierra, aislándose
del Señor y de los otros, y por eso mismo su vida se vuelve vana, sus obras
estériles, como árbol lejos del agua.
San
Agustín lo expresa así con su lenguaje conciso y eficaz: « Ab eo qui fecit te
noli deficere nec ad te », de aquel que te ha hecho, no te alejes ni siquiera
para ir a ti.15 Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios, se encontrará
a sí mismo, su existencia fracasa (cf. Lc 15,11-24). La salvación comienza con
la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y
protege la existencia. Sólo abriéndonos a este origen y reconociéndolo, es
posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y haga
fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante la fe consiste
en reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san Pablo: « En
efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de
vosotros: es don de Dios » (Ef 2,8s).
La
nueva lógica de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque
en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma
desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros. Así aparece con claridad en
la exégesis que el Apóstol de los gentiles hace de un texto del Deuteronomio,
interpretación que se inserta en la dinámica más profunda del Antiguo
Testamento. Moisés dice al pueblo que el mandamiento de Dios no es demasiado
alto ni está demasiado alejado del hombre. No se debe decir: « ¿Quién de
nosotros subirá al cielo y nos lo traerá? » o « ¿Quién de nosotros cruzará el
mar y nos lo traerá? » (cf. Dt 30,11-14). Pablo interpreta esta cercanía de la
palabra de Dios como referida a la presencia de Cristo en el cristiano: « No
digas en tu corazón: “¿Quién subirá al cielo?”, es decir, para hacer bajar a
Cristo. O “¿quién bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir a Cristo de
entre los muertos » (Rm 10,6-7). Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado
de entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha
abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones mediante el
Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que
Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que
habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la
vida, el arco completo del camino humano.
Así
podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por
el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece,
su existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar:
« No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí » (Ga 2,20), y exhortar: «
Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones » (Ef 3,17). En la fe, el «
yo » del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y
así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia
del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos,
su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el
Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús.
Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde
en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús como Señor
(cf. 1 Co 12,3).
La
Forma Eclesial de la Fe
De
este modo, la existencia creyente se convierte en existencia eclesial. Cuando
san Pablo habla a los cristianos de Roma de que todos los creyentes forman un
solo cuerpo en Cristo, les pide que no sean orgullosos, sino que se estimen «
según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual » (Rm 12,3). El creyente
aprende a verse a sí mismo a partir de la fe que profesa: la figura de Cristo
es el espejo en el que descubre su propia imagen realizada. Y como Cristo
abraza en sí a todos los creyentes, que forman su cuerpo, el cristiano se
comprende a sí mismo dentro de este cuerpo, en relación originaria con Cristo y
con los hermanos en la fe. La imagen del cuerpo no pretende reducir al creyente
a una simple parte de un todo anónimo, a mera pieza de un gran engranaje, sino
que subraya más bien la unión vital de Cristo con los creyentes y de todos los
creyentes entre sí (cf. Rm 12,4-5). Los cristianos son « uno » (cf. Ga 3,28),
sin perder su individualidad, y en el servicio a los demás cada uno alcanza
hasta el fondo su propio ser. Se entiende entonces por qué fuera de este
cuerpo, de esta unidad de la Iglesia en Cristo, de esta Iglesia que —según la
expresión de Romano Guardini— « es la portadora histórica de la visión integral
de Cristo sobre el mundo », la fe pierde su « medida », ya no encuentra su
equilibrio, el espacio necesario para sostenerse. La fe tiene una configuración
necesariamente eclesial, se confiesa dentro del cuerpo de Cristo, como comunión
real de los creyentes. Desde este ámbito eclesial, abre al cristiano individual
a todos los hombres. La palabra de Cristo, una vez escuchada y por su propio
dinamismo, en el cristiano se transforma en respuesta, y se convierte en
palabra pronunciada, en confesión de fe. Como dice san Pablo: « Con el corazón
se cree […], y con los labios se profesa » (Rm 10,10). La fe no es algo
privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de
la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio. En
efecto, « ¿cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán
hablar de él sin nadie que anuncie? » (Rm 10,14). La fe se hace entonces
operante en el cristiano a partir del don recibido, del Amor que atrae hacia
Cristo (cf. Ga 5,6), y le hace partícipe del camino de la Iglesia, peregrina en
la historia hasta su cumplimiento. Quien ha sido transformado de este modo
adquiere una nueva forma de ver, la fe se convierte en luz para sus ojos.
CAPÍTULO
SEGUNDO
SI
NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS
(cf.
Is 7,9)
Fe
y verdad
Si
no creéis, no comprenderéis (cf. Is 7,9). La versión griega de la Biblia hebrea,
la traducción de los Setenta realizada en Alejandría de Egipto, traduce así las
palabras del profeta Isaías al rey Acaz. De este modo, la cuestión del
conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de la fe. Pero en el texto
hebreo leemos de modo diferente. Aquí, el profeta dice al rey: « Si no creéis,
no subsistiréis ». Se trata de un juego de palabras con dos formas del verbo
’amán: « creéis » (ta’aminu), y « subsistiréis » (te’amenu). Amedrentado por la
fuerza de sus enemigos, el rey busca la seguridad de una alianza con el gran
imperio de Asiria. El profeta le invita entonces a fiarse únicamente de la
verdadera roca que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es
razonable tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra. Es
este el Dios al que Isaías llamará más adelante dos veces « el Dios del Amén »
(Is 65,16), fundamento indestructible de fidelidad a la alianza. Se podría
pensar que la versión griega de la Biblia, al traducir « subsistir » por «
comprender », ha hecho un cambio profundo del sentido del texto, pasando de la
noción bíblica de confianza en Dios a la griega de comprensión. Sin embargo,
esta traducción, que aceptaba ciertamente el diálogo con la cultura helenista,
no es ajena a la dinámica profunda del texto hebreo. En efecto, la subsistencia
que Isaías promete al rey pasa por la comprensión de la acción de Dios y de la
unidad que él confiere a la vida del hombre y a la historia del pueblo. El
profeta invita a comprender las vías del Señor, descubriendo en la fidelidad de
Dios el plan de sabiduría que gobierna los siglos. San Agustín ha hecho una
síntesis de « comprender » y « subsistir » en sus Confesiones, cuando habla de
fiarse de la verdad para mantenerse en pie: « Me estabilizaré y consolidaré en
ti […], en tu verdad ». Por el contexto sabemos que san Agustín quiere mostrar
cómo esta verdad fidedigna de Dios, según aparece en la Biblia, es su presencia
fiel a lo largo de la historia, su capacidad de mantener unidos los tiempos,
recogiendo la dispersión de los días del hombre.
Leído
a esta luz, el texto de Isaías lleva a una conclusión: el hombre tiene
necesidad de conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no puede
subsistir, no va adelante. La fe, sin verdad, no salva, no da seguridad a
nuestros pasos. Se queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de
felicidad, algo que nos satisface únicamente en la medida en que queramos
hacernos una ilusión. O bien se reduce a un sentimiento hermoso, que consuela y
entusiasma, pero dependiendo de los cambios en nuestro estado de ánimo o de la
situación de los tiempos, e incapaz de dar continuidad al camino de la vida. Si
la fe fuese eso, el rey Acaz tendría razón en no jugarse su vida y la
integridad de su reino por una emoción. En cambio, gracias a su unión
intrínseca con la verdad, la fe es capaz de ofrecer una luz nueva, superior a
los cálculos del rey, porque ve más allá, porque comprende la actuación de
Dios, que es fiel a su alianza y a sus promesas.
Recuperar
la conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario, precisamente por
la crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se
tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad
aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad
porque funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. Hoy parece que ésta es
la única verdad cierta, la única que se puede compartir con otros, la única
sobre la que es posible debatir y comprometerse juntos. Por otra parte,
estarían después las verdades del individuo, que consisten en la autenticidad
con lo que cada uno siente dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no
se pueden proponer a los demás con la pretensión de contribuir al bien común.
La verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su
conjunto, es vista con sospecha. ¿No ha sido esa verdad —se preguntan— la que
han pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado, una verdad que
imponía su propia concepción global para aplastar la historia concreta del
individuo? Así, queda sólo un relativismo en el que la cuestión de la verdad
completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta
perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con
la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta
arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos
hablar de un gran olvido en nuestro mundo contemporáneo. En efecto, la pregunta
por la verdad es una cuestión de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a
algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de
nuestro « yo » pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a
cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común.
Amor
y conocimiento de la verdad.
En
esta situación, ¿puede la fe cristiana ofrecer un servicio al bien común
indicando el modo justo de entender la verdad? Para responder, es necesario
reflexionar sobre el tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una
expresión de san Pablo, cuando afirma: « Con el corazón se cree » (Rm 10,10).
En la Biblia el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus
dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su
apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad.
Pues bien, si el corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es
porque en él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos
toquen y nos transformen en lo más hondo. La fe transforma toda la persona,
precisamente porque la fe se abre al amor. Esta interacción de la fe con el
amor nos permite comprender el tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza
de convicción, su capacidad de iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar
vinculada al amor, en cuanto el mismo amor trae una luz. La comprensión de la
fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma
interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad.
Es
conocida la manera en que el filósofo Ludwig Wittgenstein explica la conexión
entre fe y certeza. Según él, creer sería algo parecido a una experiencia de
enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como
verdad válida para todos.19 En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión
del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como una
experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no a la
verdad. Pero esta descripción del amor ¿es verdaderamente adecuada? En
realidad, el amor no se puede reducir a un sentimiento que va y viene. Tiene
que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona
amada e iniciar un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo
para encaminarse hacia la otra persona, para construir una relación duradera;
el amor tiende a la unión con la persona amada. Y así se puede ver en qué sentido
el amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el
amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y
permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no
tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no
supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los
elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y
plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue
llevar al « yo » más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del
instante para edificar la vida y dar fruto.
Si
el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y
verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal,
opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da
sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama
comprende que el amor es experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos
para ver toda la realidad de modo nuevo, en unión con la persona amada. En este
sentido, san Gregorio Magno ha escrito que « amor ipse notitia est », el amor
mismo es un conocimiento, lleva consigo una lógica nueva.20 Se trata de un modo
relacional de ver el mundo, que se convierte en conocimiento compartido, visión
en la visión de otro o visión común de todas las cosas. Guillermo de Saint
Thierry, en la Edad Media, sigue esta tradición cuando comenta el versículo del
Cantar de los Cantares en el que el amado dice a la amada: « Palomas son tus
ojos » (Ct 1,15).21 Estos dos ojos, explica Guillermo, son la razón creyente y
el amor, que se hacen uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando el
entendimiento se hace « entendimiento de un amor iluminado ».
Una
expresión eminente de este descubrimiento del amor como fuente de conocimiento,
que forma parte de la experiencia originaria de todo hombre, se encuentra en la
concepción bíblica de la fe. Saboreando el amor con el que Dios lo ha elegido y
lo ha engendrado como pueblo, Israel llega a comprender la unidad del designio
divino, desde su origen hasta su cumplimiento. El conocimiento de la fe, por nacer
del amor de Dios que establece la alianza, ilumina un camino en la historia.
Por eso, en la Biblia, verdad y fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el
Dios fiel, aquel que mantiene sus promesas y permite comprender su designio a
lo largo del tiempo. Mediante la experiencia de los profetas, en el sufrimiento
del exilio y en la esperanza de un regreso definitivo a la ciudad santa, Israel
ha intuido que esta verdad de Dios se extendía más allá de la propia historia,
para abarcar toda la historia del mundo, ya desde la creación. El conocimiento
de la fe ilumina no sólo el camino particular de un pueblo, sino el decurso
completo del mundo creado, desde su origen hasta su consumación.
La
Fe como escucha y visión
Precisamente
porque el conocimiento de la fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que
establece una relación de amor con el hombre y le dirige la Palabra, es
presentado por la Biblia como escucha, y es asociado al sentido del oído. San
Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho clásica: fides ex auditu, « la fe
nace del mensaje que se escucha » (Rm 10,17). El conocimiento asociado a la
palabra es siempre personal: reconoce la voz, la acoge en libertad y la sigue
en obediencia. Por eso san Pablo habla de la « obediencia de la fe » (cf. Rm
1,5; 16,26).23 La fe es, además, un « Cuando Dios revela, hay que prestarle la
obediencia de la fe (cf. Rm 16,26; comp. con Rm 1,5; 2 Co 10,5-6), por la que
el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios revelador el
homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo voluntariamente a la
revelación hecha por él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios,
que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve
el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la
suavidad en el aceptar y creer la verdad”. Y para que conocimiento vinculado al
trascurrir del tiempo, necesario para que la palabra se pronuncie: es un
conocimiento que se aprende sólo en un camino de seguimiento. La escucha ayuda
a representar bien el nexo entre conocimiento y amor.
Por
lo que se refiere al conocimiento de la verdad, la escucha se ha contrapuesto a
veces a la visión, que sería más propia de la cultura griega. La luz, si por
una parte posibilita la contemplación de la totalidad, a la que el hombre siempre
ha aspirado, por otra parece quitar espacio a la libertad, porque desciende del
cielo y llega directamente a los ojos, sin esperar a que el ojo responda.
Además, sería como una invitación a una contemplación extática, separada del
tiempo concreto en que el hombre goza y padece. Según esta perspectiva, el
acercamiento bíblico al conocimiento estaría opuesto al griego, que buscando
una comprensión completa de la realidad, ha vinculado el conocimiento a la
visión.
Sin
embargo, esta supuesta oposición no se corresponde con el dato bíblico. El
Antiguo Testamento ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la
escucha de la Palabra de Dios se une el deseo de ver su rostro. De este modo,
se pudo entrar en diálogo con la cultura helenística, diálogo que pertenece al
corazón de la Escritura. El oído posibilita la llamada personal y la
obediencia, y la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo
Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones ».también,
que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la visión completa de
todo el recorrido y nos permite situarnos en el gran proyecto de Dios; sin esa
visión, tendríamos solamente fragmentos aislados de un todo desconocido.
La
conexión entre el ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe,
aparece con toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto
Evangelio, creer es escuchar y, al mismo tiempo, ver. La escucha de la fe tiene
las mismas características que el conocimiento propio del amor: es una escucha
personal, que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5);
una escucha que requiere seguimiento, como en el caso de los primeros
discípulos, que « oyeron sus palabras y siguieron a Jesús » (Jn 1,37). Por otra
parte, la fe está unida también a la visión. A veces, la visión de los signos
de Jesús precede a la fe, como en el caso de aquellos judíos que, tras la
resurrección de Lázaro, « al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él » (Jn
11,45). Otras veces, la fe lleva a una visión más profunda: « Si crees, verás
la gloria de Dios » (Jn 11,40). Al final, creer y ver están entrelazados: « El
que cree en mí […] cree en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que
me ha enviado » (Jn 12,44-45). Gracias a la unión con la escucha, el ver
también forma parte del seguimiento de Jesús, y la fe se presenta como un
camino de la mirada, en el que los ojos se acostumbran a ver en profundidad.
Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan que, todavía en la oscuridad, ante
el sepulcro vacío, « vio y creyó » (Jn 20,8), a María Magdalena que ve, ahora
sí, a Jesús (cf. Jn 20,14) y quiere retenerlo, pero se le pide que lo contemple
en su camino hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión de la misma
Magdalena ante los discípulos: « He visto al Señor » (Jn 20,18).
¿Cómo
se llega a esta síntesis entre el oír y el ver? Lo hace posible la persona
concreta de Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya
gloria hemos contemplado (cf. Jn 1,14). La luz de la fe es la de un Rostro en
el que se ve al Padre. En efecto, en el cuarto Evangelio, la verdad que percibe
la fe es la manifestación del Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras
terrenas, verdad que se puede definir como la « vida luminosa » de Jesús.24
Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar una verdad
puramente interior. La verdad que la fe nos desvela está centrada en el
encuentro con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de su presencia.
En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de los
Apóstoles —la fe que ve— ante la visión corpórea del Resucitado.25 Vieron a
Jesús resucitado con sus propios ojos y creyeron, es decir, pudieron penetrar
en la profundidad de aquello que veían para confesar al Hijo de Dios, sentado a
la derecha del Padre.
Solamente
así, mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento
propio del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende
cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado,
que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por qué, para san
Juan, junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su
primera Carta: « Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios
ojos […] y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida » (1 Jn 1,1).
Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a
través de los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando
nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y
confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la
fuerza de su gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la hemorroísa que
toca a Jesús para curarse (cf. Lc 8,45-46), afirma: « Tocar con el corazón,
esto es creer ».26 También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza
con el toque personal de la fe, que reconoce su misterio, el misterio del Hijo
que manifiesta al Padre. Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos
adecuados para verlo.
Diálogo
entre Fe y Razón
La
fe cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor total de Dios y abre a la
fuerza de este amor, llega al centro más profundo de la experiencia del hombre,
que viene a la luz gracias al amor, y está llamado a amar para permanecer en la
luz. Con el deseo de iluminar toda la realidad a partir del amor de Dios
manifestado en Jesús, e intentando amar con ese mismo amor, los primeros
cristianos encontraron en el mundo griego, en su afán de verdad, un referente
adecuado para el diálogo. El encuentro del mensaje evangélico con el
pensamiento filosófico de la antigüedad fue un momento decisivo para que el
Evangelio llegase a todos los pueblos, y favoreció una fecunda interacción
entre la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos
hasta nuestros días. El beato Juan Pablo II, en su Carta encíclica Fides et
ratio, ha mostrado cómo la fe y la razón se refuerzan mutuamente.27 Cuando
encontramos la luz plena del amor de Jesús, nos damos cuenta de que en
cualquier amor nuestro hay ya un tenue reflejo de aquella luz y percibimos cuál
es su meta última. Y, al mismo tiempo, el hecho de que en nuestros amores haya
una luz nos ayuda a ver el camino del amor hasta la donación plena y total del
Hijo de Dios por nosotros. En este movimiento circular, la luz de la fe ilumina
todas nuestras relaciones humanas, que pueden ser vividas en unión con el amor
y la ternura de Cristo.
En
la vida de san Agustín encontramos un ejemplo significativo de este camino en
el que la búsqueda de la razón, con su deseo de verdad y claridad, se ha
integrado en el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva inteligencia.
Por una parte, san Agustín acepta la filosofía griega de la luz con su
insistencia en la visión. Su encuentro con el neoplatonismo le había permitido
conocer el paradigma de la luz, que desciende de lo alto para iluminar las cosas,
y constituye así un símbolo de Dios. De este modo, san Agustín comprendió la
trascendencia divina, y descubrió que todas las cosas tienen en sí una
trasparencia que pueden reflejar la bondad de Dios, el Bien. Así se desprendió
del maniqueísmo en que estaba instalado y que le llevaba a pensar que el mal y
el bien luchan continuamente entre sí, confundiéndose y mezclándose sin
contornos claros. Comprender que Dios es luz dio a su existencia una nueva
orientación, le permitió reconocer el mal que había cometido y volverse al
bien.
Por
otra parte, en la experiencia concreta de san Agustín, tal como él mismo cuenta
en sus Confesiones, el momento decisivo de su camino de fe no fue una visión de
Dios más allá de este mundo, sino más bien una escucha, cuando en el jardín oyó
una voz que le decía: « Toma y lee »; tomó el volumen de las Cartas de san
Pablo y se detuvo en el capítulo decimotercero de la Carta a los Romanos.28
Hacía acto de presencia así el Dios personal de la Biblia, capaz de comunicarse
con el hombre, de bajar a vivir con él y de acompañarlo en el camino de la
historia, manifestándose en el tiempo de la escucha y la respuesta.
De
todas formas, este encuentro con el Dios de la Palabra no hizo que san Agustín
prescindiese de la luz y la visión. Integró ambas perspectivas, guiado siempre
por la revelación del amor de Dios en Jesús. Y así, elaboró una filosofía de la
luz que integra la reciprocidad propia de la palabra y da espacio a la libertad
de la mirada frente a la luz. Igual que la palabra requiere una respuesta
libre, así la luz tiene como respuesta una imagen que la refleja. San Agustín,
asociando escucha y visión, puede hablar entonces de la « palabra que
resplandece dentro del hombre ».29 De este modo, la luz se convierte, por así
decirlo, en la luz de una palabra, porque es la luz de un Rostro personal, una
luz que, alumbrándonos, nos llama y quiere reflejarse en nuestro rostro para
resplandecer desde dentro de nosotros mismos. Por otra parte, el deseo de la
visión global, y no sólo de los fragmentos de la historia, sigue presente y se
cumplirá al final, cuando el hombre, como dice el Santo de Hipona, verá y
amará. Y esto, no porque sea capaz de tener toda la luz, que será siempre
inabarcable, sino porque entrará por completo en la luz.
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