CARTA
ENCICLICA DE LA FE
PAPA FRANCISCO
(3ª. parte)
La
luz del amor, propia de la fe, puede iluminar los interrogantes de nuestro
tiempo en cuanto a la verdad. A menudo la verdad queda hoy reducida a la
autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una
verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición
intransigente de los totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del amor, si
es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los
otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito privado para formar parte
del bien común. La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta
a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de
cada hombre. Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en
la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario,
la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le
abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos
pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos.
Por
otra parte, la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo
material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es
una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la
materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de
armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se
beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la
realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en
cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la
ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a
maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de
la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la
ciencia.
Fe
y Búsqueda de Dios
La
luz de la fe en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios,
y constituye la aportación propia del cristianismo al diálogo con los
seguidores de las diversas religiones. La Carta a los Hebreos nos habla del
testimonio de los justos que, antes de la alianza con Abrahán, ya buscaban a
Dios con fe. De Henoc se dice que « se le acreditó que había complacido a Dios
» (Hb 11,5), algo imposible sin la fe, porque « el que se acerca a Dios debe
creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan » (Hb 11,6). Podemos
entender así que el camino del hombre religioso pasa por la confesión de un
Dios que se preocupa de él y que no es inaccesible. ¿Qué mejor recompensa
podría dar Dios a los que lo buscan, que dejarse encontrar? Y antes incluso de
Henoc, tenemos la figura de Abel, cuya fe es también alabada y, gracias a la
cual el Señor se complace en sus dones, en la ofrenda de las primicias de sus
rebaños (cf. Hb 11,4). El hombre religioso intenta reconocer los signos de Dios
en las experiencias cotidianas de su vida, en el ciclo de las estaciones, en la
fecundidad de la tierra y en todo el movimiento del cosmos. Dios es luminoso, y
se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón.
Imagen
de esta búsqueda son los Magos, guiados por la estrella hasta Belén (cf. Mt
2,1-12). Para ellos, la luz de Dios se ha hecho camino, como estrella que guía
por una senda de descubrimientos. La estrella habla así de la paciencia de Dios
con nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor. El hombre religioso
está en camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí, para
encontrar al Dios que sorprende siempre. Este respeto de Dios por los ojos de
los hombres nos muestra que, cuando el hombre se acerca a él, la luz humana no
se disuelve en la inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que desaparece
al alba, sino que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego
originario, como espejo que refleja su esplendor. La confesión cristiana de
Jesús como único salvador, sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado
en él, en su « vida luminosa », en la que se desvela el origen y la consumación
de la historia.31 No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del
hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta
luz. Cuanto más se sumerge el cristiano en la aureola de la luz de Cristo,
tanto más es capaz de entender y acompañar el camino de los hombres hacia Dios.
Al
configurarse como vía, la fe concierne también a la vida de los hombres que,
aunque no crean, desean creer y no dejan de buscar. En la medida en que se
abren al amor con corazón sincero y se ponen en marcha con aquella luz que
consiguen alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia la fe. Intentan
vivir como si Dios existiese, a veces porque reconocen su importancia para
encontrar orientación segura en la vida común, y otras veces porque
experimentan el deseo de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la
vista de la grandeza y la belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con
la presencia de Dios. Dice san Ireneo de Lyon que Abrahán, antes de oír la voz
de Dios, ya lo buscaba « ardientemente en su corazón », y que « recorría todo
el mundo, preguntándose dónde estaba Dios », hasta que « Dios tuvo piedad de
aquel que, por su cuenta, lo buscaba en el silencio ».32 Quien se pone en
camino para practicar el bien se acerca a Dios, y ya es sostenido por él,
porque es propio de la dinámica de la luz divina iluminar nuestros ojos cuando
caminamos hacia la plenitud del amor.
Fe
y Teología
Al
tratarse de una luz, la fe nos invita a adentrarnos en ella, a explorar cada
vez más los horizontes que ilumina, para conocer mejor lo que amamos. De este
deseo nace la teología cristiana. Por tanto, la teología es imposible sin la fe
y forma parte del movimiento mismo de la fe, que busca la inteligencia más
profunda de la autorrevelación de Dios, cuyo culmen es el misterio de Cristo.
La primera consecuencia de esto es que la teología no consiste sólo en un
esfuerzo de la razón por escrutar y conocer, como en las ciencias
experimentales. Dios no se puede reducir a un objeto. Él es Sujeto que se deja
conocer y se manifiesta en la relación de persona a persona. La fe recta
orienta la razón a abrirse a la luz que viene de Dios, para que, guiada por el
amor a la verdad, pueda conocer a Dios más profundamente. Los grandes doctores
y teólogos medievales han indicado que la teología, como ciencia de la fe, es
una participación en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. La teología,
por tanto, no es solamente palabra sobre Dios, sino ante todo acogida y
búsqueda de una inteligencia más profunda de esa palabra que Dios nos dirige,
palabra que Dios pronuncia sobre sí mismo, porque es un diálogo eterno de
comunión, y admite al hombre dentro de este diálogo. Así pues, la humildad que
se deja « tocar » por Dios forma parte de la teología, reconoce sus límites
ante el misterio y se lanza a explorar, con la disciplina propia de la razón,
las insondables riquezas de este misterio.
Además,
la teología participa en la forma eclesial de la fe; su luz es la luz del
sujeto creyente que es la Iglesia. Esto requiere, por una parte, que la
teología esté al servicio de la fe de los cristianos, se ocupe humildemente de
custodiar y profundizar la fe de todos, especialmente la de los sencillos. Por
otra parte, la teología, puesto que vive de la fe, no puede considerar el
Magisterio del Papa y de los Obispos en comunión con él como algo extrínseco,
un límite a su libertad, sino al contrario, como un momento interno,
constitutivo, en cuanto el Magisterio asegura el contacto con la fuente
originaria, y ofrece, por tanto, la certeza de beber en la Palabra de Dios en
su integridad.
CAPÍTULO
TERCERO
TRANSMITO
LO QUE HE RECIBIDO
(cf.
1 Co 15,3)
La
Iglesia, Madre de Nuestra Fe
Quien
se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no
puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se
transmite también como palabra y luz. El apóstol Pablo, hablando a los
Corintios, usa precisamente estas dos imágenes. Por una parte dice: « Pero
teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: Creí, por eso
hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos » (2 Co 4,13). La palabra
recibida se convierte en respuesta, confesión y, de este modo, resuena para los
otros, invitándolos a creer. Por otra parte, san Pablo se refiere también a la
luz: « Reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen »
(2 Co 3,18). Es una luz que se refleja de rostro en rostro, como Moisés
reflejaba la gloria de Dios después de haber hablado con él: « [Dios] ha
brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la
gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo » (2 Co 4,6). La luz de Cristo
brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y
llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta
visión y reflejar a otros su luz, igual que en la liturgia pascual la luz del
cirio enciende otras muchas velas. La fe se transmite, por así decirlo, por
contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama. Los
cristianos, en su pobreza, plantan una semilla tan fecunda, que se convierte en
un gran árbol que es capaz de llenar el mundo de frutos.
La
transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa
también por las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que
la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a
lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y
mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de
Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al «
verdadero Jesús » a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo
aislado, si partiésemos solamente del « yo » individual, que busca en sí mismo
la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por
mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no
es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en
relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el
encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es
relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar
nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las
palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a
través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno
mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo
sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El
pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo
una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo
en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que
nos enseña a hablar el lenguaje de la fe. San Juan, en su Evangelio, ha
insistido en este aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción
del Espíritu Santo que, como dice Jesús, « os irá recordando todo » (Jn 14,26).
El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí
todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía
de nuestro camino de fe.
Es
imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción
individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación
exclusiva entre el « yo » del fiel y el « Tú » divino, entre un sujeto autónomo
y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al « nosotros », se da siempre dentro
de la comunión de la Iglesia. Nos lo recuerda la forma dialogada del Credo,
usada en la liturgia bautismal. El creer se expresa como respuesta a una
invitación, a una palabra que ha de ser escuchada y que no procede de mí, y por
eso forma parte de un diálogo; no puede ser una mera confesión que nace del
individuo. Es posible responder en primera persona, « creo », sólo porque se
forma parte de una gran comunión, porque también se dice « creemos ». Esta
apertura al « nosotros » eclesial refleja la apertura propia del amor de Dios,
que no es sólo relación entre el Padre y el Hijo, entre el « yo » y el « tú »,
sino que en el Espíritu, es también un « nosotros », una comunión de personas.
Por eso, quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a
compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones
de su « yo » se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida.
Tertuliano lo ha expresado incisivamente, diciendo que el catecúmeno, « tras el
nacimiento nuevo por el bautismo », es recibido en la casa de la Madre para
alzar las manos y rezar, junto a los hermanos, el Padrenuestro, como signo de
su pertenencia a una nueva familia.
Los
Sacramentos y la Transmisión de la Fe
La
Iglesia, como toda familia, transmite a sus hijos el contenido de su memoria.
¿Cómo hacerlo de manera que nada se pierda y, más bien, todo se profundice cada
vez más en el patrimonio de la fe? Mediante la tradición apostólica, conservada
en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo, tenemos un contacto vivo
con la memoria fundante. Como afirma el Concilio ecuménico Vaticano II, « lo
que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa
y para una fe creciente del Pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su
vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree
».
En
efecto, la fe necesita un ámbito en el que se pueda testimoniar y comunicar, un
ámbito adecuado y proporcionado a lo que se comunica. Para transmitir un
contenido meramente doctrinal, una idea, quizás sería suficiente un libro, o la
reproducción de un mensaje oral. Pero lo que se comunica en la Iglesia, lo que
se transmite en su Tradición viva, es la luz nueva que nace del encuentro con
el Dios vivo, una luz que toca la persona en su centro, en el corazón,
implicando su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a relaciones
vivas en la comunión con Dios y con los otros. Para transmitir esta riqueza hay
un medio particular, que pone en juego a toda la persona, cuerpo, espíritu,
interioridad y relaciones. Este medio son los sacramentos, celebrados en la
liturgia de la Iglesia. En ellos se comunica una memoria encarnada, ligada a
los tiempos y lugares de la vida, asociada a todos los sentidos; implican a la
persona, como miembro de un sujeto vivo, de un tejido de relaciones
comunitarias. Por eso, si bien, por una parte, los sacramentos son sacramentos
de la fe, también se debe decir que la fe tiene una estructura sacramental. El
despertar de la fe pasa por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la
vida del hombre y de la existencia cristiana, en el que lo visible y material
está abierto al misterio de lo eterno.
La
transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo. Pudiera
parecer que el bautismo es sólo un modo de simbolizar la confesión de fe, un
acto pedagógico para quien tiene necesidad de imágenes y gestos, pero del que,
en último término, se podría prescindir. Unas palabras de san Pablo, a
propósito del bautismo, nos recuerdan que no es así. Dice él que « por el
bautismo fuimos sepultados en él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo
resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros
andemos en una vida nueva » (Rm 6,4). Mediante el bautismo nos convertimos en
criaturas nuevas y en hijos adoptivos de Dios. El Apóstol afirma después que el
cristiano ha sido entregado a un « modelo de doctrina » (typos didachés), al
que obedece de corazón (cf. Rm 6,17). En el bautismo el hombre recibe también
una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir, que implica a toda la
persona y la pone en el camino del bien. Es transferido a un ámbito nuevo,
colocado en un nuevo ambiente, con una forma nueva de actuar en común, en la
Iglesia. El bautismo nos recuerda así que la fe no es obra de un individuo
aislado, no es un acto que el hombre pueda realizar contando sólo con sus
fuerzas, sino que tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial que
transmite el don de Dios: nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por
su cuenta. Hemos sido bautizados.
¿Cuáles
son los elementos del bautismo que nos introducen en este nuevo « modelo de
doctrina »? Sobre el catecúmeno se invoca, en primer lugar, el nombre de la
Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se le presenta así desde el principio
un resumen del camino de la fe. El Dios que ha llamado a Abrahán y ha querido
llamarse su Dios, el Dios que ha revelado su nombre a Moisés, el Dios que, al
entregarnos a su Hijo, nos ha revelado plenamente el misterio de su Nombre, da
al bautizado una nueva condición filial. Así se ve claro el sentido de la
acción que se realiza en el bautismo, la inmersión en el agua: el agua es
símbolo de muerte, que nos invita a pasar por la conversión del « yo », para
que pueda abrirse a un « Yo » más grande; y a la vez es símbolo de vida, del
seno del que renacemos para seguir a Cristo en su nueva existencia. De este
modo, mediante la inmersión en el agua, el bautismo nos habla de la estructura
encarnada de la fe. La acción de Cristo nos toca en nuestra realidad personal,
transformándonos radicalmente, haciéndonos hijos adoptivos de Dios, partícipes
de su naturaleza divina; modifica así todas nuestras relaciones, nuestra forma
de estar en el mundo y en el cosmos, abriéndolas a su misma vida de comunión.
Este dinamismo de transformación propio del bautismo nos ayuda a comprender la
importancia que tiene hoy el catecumenado para la nueva evangelización, también
en las sociedades de antiguas raíces cristianas, en las cuales cada vez más
adultos se acercan al sacramento del bautismo. El catecumenado es camino de
preparación para el bautismo, para la transformación de toda la existencia en
Cristo.
Un
texto del profeta Isaías, que ha sido relacionado con el bautismo en la
literatura cristiana antigua, nos puede ayudar a comprender la conexión entre
el bautismo y la fe: « Tendrá su alcázar en un picacho rocoso… con provisión de
agua » (Is 33,16).37 El bautizado, rescatado del agua de la muerte, puede ponerse
en pie sobre el « picacho rocoso », porque ha encontrado algo consistente donde
apoyarse. Así, el agua de muerte se transforma en agua de vida. El texto griego
lo llama agua pistós, agua « fiel ». El agua del bautismo es fiel porque se
puede confiar en ella, porque su corriente introduce en la dinámica del amor de
Jesús, fuente de seguridad para el camino de nuestra vida.
La
estructura del bautismo, su configuración como nuevo nacimiento, en el que
recibimos un nuevo nombre y una nueva vida, nos ayuda a comprender el sentido y
la importancia del bautismo de niños, que ilustra en cierto modo lo que se
verifica en todo bautismo. El niño no es capaz de un acto libre para recibir la
fe, no puede confesarla todavía personalmente y, precisamente por eso, la
confiesan sus padres y padrinos en su nombre. La fe se vive dentro de la
comunidad de la Iglesia, se inscribe en un « nosotros » comunitario. Así, el
niño es sostenido por otros, por sus padres y padrinos, y es acogido en la fe
de ellos, que es la fe de la Iglesia, simbolizada en la luz que el padre
enciende en el cirio durante la liturgia bautismal. Esta estructura del
bautismo destaca la importancia de la sinergia entre la Iglesia y la familia en
la transmisión de la fe. A los padres corresponde, según una sentencia de san
Agustín, no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para que
sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don de la
fe.38 Junto a la vida, les dan así la orientación fundamental de la existencia
y la seguridad de un futuro de bien, orientación que será ulteriormente
corroborada en el sacramento de la confirmación con el sello del Espíritu
Santo.
La
naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la eucaristía,
que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente
realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida. En
la eucaristía confluyen los dos ejes por los que discurre el camino de la fe.
Por una parte, el eje de la historia: la eucaristía es un acto de memoria,
actualización del misterio, en el cual el pasado, como acontecimiento de muerte
y resurrección, muestra su capacidad de abrir al futuro, de anticipar la
plenitud final. La liturgia nos lo recuerda con su bodie, el « hoy » de los
misterios de la salvación. Por otra parte, confluye en ella también el eje que
lleva del mundo visible al invisible. En la eucaristía aprendemos a ver la
profundidad de la realidad. El pan y el vino se transforman en el Cuerpo y
Sangre de Cristo, que se hace presente en su camino pascual hacia el Padre:
este movimiento nos introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la
creación hacia su plenitud en Dios.
En
la celebración de los sacramentos, la Iglesia transmite su memoria, en
particular mediante la profesión de fe. Ésta no consiste sólo en asentir a un
conjunto de verdades abstractas. Antes bien, en la confesión de fe, toda la
vida se pone en camino hacia la comunión plena con el Dios vivo. Podemos decir
que en el Credo el creyente es invitado a entrar en el misterio que profesa y a
dejarse transformar por lo que profesa. Para entender el sentido de esta
afirmación, pensemos antes que nada en el contenido del Credo. Tiene una
estructura trinitaria: el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu de amor. El
creyente afirma así que el centro del ser, el secreto más profundo de todas las
cosas, es la comunión divina. Además, el Credo contiene también una profesión
cristológica: se recorren los misterios de la vida de Jesús hasta su muerte,
resurrección y ascensión al cielo, en la espera de su venida gloriosa al final
de los tiempos. Se dice, por tanto, que este Dios comunión, intercambio de amor
entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es capaz de abrazar la historia del
hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión, que tiene su origen y su
meta última en el Padre. Quien confiesa la fe, se ve implicado en la verdad que
confiesa. No puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser
transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza, que dilata su
ser haciéndolo parte de una comunión grande, del sujeto último que pronuncia el
Credo, que es la Iglesia. Todas las verdades que se creen proclaman el misterio
de la vida nueva de la fe como camino de comunión con el Dios vivo.
Fe,
Oración y Decálogo
Otros
dos elementos son esenciales en la transmisión fiel de la memoria de la
Iglesia. En primer lugar, la oración del Señor, el Padrenuestro. En ella, el
cristiano aprende a compartir la misma experiencia espiritual de Cristo y
comienza a ver con los ojos de Cristo. A partir de aquel que es luz de luz, del
Hijo Unigénito del Padre, también nosotros conocemos a Dios y podemos encender
en los demás el deseo de acercarse a él.
Además,
es también importante la conexión entre la fe y el decálogo. La fe, como hemos
dicho, se presenta como un camino, una vía a recorrer, que se abre en el
encuentro con el Dios vivo. Por eso, a la luz de la fe, de la confianza total
en el Dios Salvador, el decálogo adquiere su verdad más profunda, contenida en
las palabras que introducen los diez mandamientos: « Yo soy el Señor, tu Dios,
que te saqué de la tierra de Egipto » (Ex 20,2). El decálogo no es un conjunto
de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del
« yo » autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios,
dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia.
Así, la fe confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja
llevar por este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios. El
decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de amor, que es posible
porque, en la fe, nos hemos abierto a la experiencia del amor transformante de
Dios por nosotros. Y este camino recibe una nueva luz en la enseñanza de Jesús,
en el Discurso de la Montaña (cf. Mt 5-7).
He
tocado así los cuatro elementos que contienen el tesoro de memoria que la
Iglesia transmite: la confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el
camino del decálogo, la oración. La catequesis de la Iglesia se ha organizado
en torno a ellos, incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento
fundamental para aquel acto unitario con el que la Iglesia comunica el
contenido completo de la fe, « todo lo que ella es, todo lo que cree ».
Unidad
e Integridad de la Fe
La
unidad de la Iglesia, en el tiempo y en el espacio, está ligada a la unidad de
la fe: « Un solo cuerpo y un solo espíritu […] una sola fe » (Ef 4,4-5). Hoy
puede parecer posible una unión entre los hombres en una tarea común, en el
compartir los mismos sentimientos o la misma suerte, en una meta común. Pero
resulta muy difícil concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión
de que una unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la
autonomía del sujeto. En cambio, la experiencia del amor nos dice que
precisamente en el amor es posible tener una visión común, que amando
aprendemos a ver la realidad con los ojos del otro, y que eso no nos empobrece,
sino que enriquece nuestra mirada. El amor verdadero, a medida del amor divino,
exige la verdad y, en la mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere
firmeza y profundidad. En esto consiste también el gozo de creer, en la unidad
de visión en un solo cuerpo y en un solo espíritu. En este sentido san León
Magno decía: « Si la fe no es una, no es fe ».40
¿Cuál
es el secreto de esta unidad? La fe es « una », en primer lugar, por la unidad
del Dios Dei Verbum, sobre la divina revelación, conocido y confesado. Todos
los artículos de la fe se refieren a él, son vías para conocer su ser y su
actuar, y por eso forman una unidad superior a cualquier otra que podamos
construir con nuestro pensamiento, la unidad que nos enriquece, porque se nos
comunica y nos hace « uno ».
La
fe es una, además, porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús, a su
historia concreta que comparte con nosotros. San Ireneo de Lyon ha clarificado
este punto contra los herejes gnósticos. Éstos distinguían dos tipos de fe, una
fe ruda, la fe de los simples, imperfecta, que no iba más allá de la carne de
Cristo y de la contemplación de sus misterios; y otro tipo de fe, más profundo
y perfecto, la fe verdadera, reservada a un pequeño círculo de iniciados, que
se eleva con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida, más
allá de la carne de Cristo. Ante este planteamiento, que sigue teniendo su
atractivo y sus defensores también en nuestros días, san Ireneo defiende que la
fe es una sola, porque pasa siempre por el punto concreto de la encarnación,
sin superar nunca la carne y la historia de Cristo, ya que Dios se ha querido
revelar plenamente en ella. Y, por eso, no hay diferencia entre la fe de «
aquel que destaca por su elocuencia » y de « quien es más débil en la palabra
», entre quien es superior y quien tiene menos capacidad: ni el primero puede
ampliar la fe, ni el segundo reducirla.
Por
último, la fe es una porque es compartida por toda la Iglesia, que forma un
solo cuerpo y un solo espíritu. En la comunión del único sujeto que es la
Iglesia, recibimos una mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre
la misma roca, somos transformados por el mismo Espíritu de amor, irradiamos
una única luz y tenemos una única mirada para penetrar la realidad.
Dado
que la fe es una sola, debe ser confesada en toda su pureza e integridad.
Precisamente porque todos los artículos de la fe forman una unidad, negar uno
de ellos, aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un daño a la
totalidad. Cada época puede encontrar algunos puntos de la fe más fáciles o
difíciles de aceptar: por eso es importante vigilar para que se transmita todo
el depósito de la fe (cf. 1 Tm 6,20), para que se insista oportunamente en
todos los aspectos de la confesión de fe. En efecto, puesto que la unidad de la
fe es la unidad de la Iglesia, quitar algo a la fe es quitar algo a la verdad
de la comunión. Los Padres han descrito la fe como un cuerpo, el cuerpo de la
verdad, que tiene diversos miembros, en analogía con el Cuerpo de Cristo y con
su prolongación en la Iglesia.42 La integridad de la fe también se ha
relacionado con la imagen de la Iglesia virgen, con su fidelidad al amor esponsal
a Cristo: menoscabar la fe significa menoscabar la comunión con el Señor.43 La
unidad de la fe es, por tanto, la de un organismo vivo, como bien ha explicado
el beato John Henry Newman, que ponía entre las notas características para
asegurar la continuidad de la doctrina en el tiempo, su capacidad de asimilar
todo lo que encuentra,44 purificándolo y llevándolo a su mejor expresión. La fe
se muestra así universal, católica, porque su luz crece para iluminar todo el
cosmos y toda la historia.
Como
servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la
Iglesia el don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de
la memoria de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en
la fuente pura de la que mana la fe. Como la Iglesia transmite una fe viva, han
de ser personas vivas las que garanticen la conexión con el origen. La fe se
basa en la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el Señor para
esa misión. Por eso, el Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra
originaria sobre la que se basa la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra
que escucha, custodia y expone. En el discurso de despedida a los ancianos de
Éfeso en Mileto, recogido por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, san
Pablo afirma haber cumplido el encargo que el Señor le confió de anunciar «
enteramente el plan de Dios » (Hch 20,27). Gracias al Magisterio de la Iglesia
nos puede llegar íntegro este plan y, con él, la alegría de poder cumplirlo
plenamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario