CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS
DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA FE
La
luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran
don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con
estas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no
quedará en tinieblas » (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos
términos: « Pues el Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”,
ha brillado en nuestros corazones » (2 Co 4,6). En el mundo pagano, hambriento
de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su
salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su
luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol no ilumina toda la
realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde
los ojos humanos se cierran a su luz. « No se ve que nadie estuviera dispuesto
a morir por su fe en el sol »,1 decía san Justino mártir. Conscientes del vasto
horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero
sol, « cuyos rayos dan la vida ».2 A Marta, que llora la muerte de su hermano
Lázaro, le dice Jesús: « ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?
» (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del
camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana
que no conoce ocaso.
¿Una
luz ilusoria?
Sin
embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos
contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía
bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos
nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro
de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que
impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su
hermana Elisabeth a arriesgarse, a « emprender nuevos caminos… con la
inseguridad de quien procede autónomamente ». Y añadía: « Aquí se dividen los
caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero
si quieres ser discípulo de la verdad, indaga ».3 Con lo que creer sería lo contrario
de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber
rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe
sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres
hacia el futuro.
De
esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado
poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con
la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la
razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La
fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz,
movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de
enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a
los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin
embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar
suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al
hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a
la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con
pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir
el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir
el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar
vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una
Luz por Descubrir
Por
tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando
su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la
característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la
existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros
mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en
definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y
nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para
estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos
nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre
la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se
presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por
una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de
la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de
vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae
más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela
vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más
amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la
oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Comedia,
después de haber confesado su fe ante san Pedro, la describe como una « chispa,
/ que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y centellea en mí, cual
estrella en el cielo ».4 Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para
que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que
muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene
especialmente necesidad de luz.
El
Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: « He pedido por ti, para que tu fe no
se apague » (Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus hermanos en esa
misma fe. Consciente de la tarea confiada al Sucesor de Pedro, Benedicto XVI
decidió convocar este Año de la fe, un tiempo de gracia que nos está ayudando a
sentir la gran alegría de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de
horizontes que la fe nos desvela, para confesarla en su unidad e integridad,
fieles a la memoria del Señor, sostenidos por su presencia y por la acción del
Espíritu Santo. La convicción de una fe que hace grande y plena la vida,
centrada en Cristo y en la fuerza de su gracia, animaba la misión de los
primeros cristianos. En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el
prefecto romano Rústico y el cristiano Hierax: « ¿Dónde están tus padres? »,
pregunta el juez al mártir. Y éste responde: « Nuestro verdadero padre es
Cristo, y nuestra madre, la fe en él ».5 Para aquellos cristianos, la fe, en
cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, era una « madre »,
porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva
experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos
a dar testimonio público hasta el final.
El
Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio
Vaticano II. Esta coincidencia nos permite ver que el Vaticano II ha sido un
Concilio sobre la fe,6 en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el
centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en Cristo. Porque
la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este
don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su
camino. El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la
experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De
este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus
dimensiones.
Estas
consideraciones sobre la fe, en línea con todo lo que el Magisterio de la
Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal, pretenden sumarse a lo que el
Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza.
Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica
sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo
su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de
Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a « confirmar a sus hermanos » en el
inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo
hombre.
En
la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos
ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si
acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo
nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra
esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable
urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión
plena con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su
luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda,
llena de fruto?
CAPÍTULO
PRIMERO
HEMOS
CREÍDO EN EL AMOR
(cf.
1 Jn 4,16)
Abrahán,
nuestro padre en la fe
La
fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por
eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el
camino de los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer lugar en
el Antiguo Testamento. En él, Abrahán, nuestro padre en la fe, ocupa un lugar
destacado. En su vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se
revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a
la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe adquiere
un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni
tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como el Dios de
una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con
el hombre y establecer una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra
que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre.
Lo
que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer
lugar es una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida
nueva, comienzo de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado. La visión
que la fe da a Abrahán estará siempre vinculada a este paso adelante que tiene
que dar: la fe « ve » en la medida en que camina, en que se adentra en el
espacio abierto por la Palabra de Dios. Esta Palabra encierra además una
promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de un gran pueblo (cf. Gn
13,16; 15,5; 22,17). Es verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que la
precede, la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta
memoria no se queda en el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es
capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este
modo, la fe, en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente
ligada con la esperanza.
Lo
que se pide a Abrahán es que se fíe de esta Palabra. La fe entiende que la
palabra, aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios
fiel, se convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo que
hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge
esta Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido fundamento.
Por eso, la Biblia, para hablar de la fe, usa la palabra hebrea ’emûnah,
derivada del verbo ’amán, cuya raíz significa « sostener ». El término ’emûnah
puede significar tanto la fidelidad de Dios como la fe del hombre. El hombre
fiel recibe su fuerza confiándose en las manos de Dios. Jugando con las dos
acepciones de la palabra —presentes también en los correspondientes términos
griego (pistós) y latino (fidelis)—, san Cirilo de Jerusalén ensalza la
dignidad del cristiano, que recibe el mismo calificativo que Dios: ambos son
llamados « fieles ».8 San Agustín lo explica así: « El hombre es fiel creyendo
a Dios, que promete; Dios es fiel dando lo que promete al hombre ».
Un
último aspecto de la historia de Abrahán es importante para comprender su fe.
La Palabra de Dios, aunque lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto
ajena a la propia experiencia del patriarca. Abrahán reconoce en esa voz que se
le dirige una llamada profunda, inscrita desde siempre en su corazón. Dios
asocia su promesa a aquel « lugar » en el que la existencia del hombre se
manifiesta desde siempre prometedora: la paternidad, la generación de una nueva
vida: « Sara te va a dar un hijo; lo llamarás Isaac » (Gn 17,19). El Dios que
pide a Abrahán que se fíe totalmente de él, se revela como la fuente de la que
proviene toda vida. De esta forma, la fe se pone en relación con la paternidad
de Dios, de la que procede la creación: el Dios que llama a Abrahán es el Dios
creador, que « llama a la existencia lo que no existe » (Rm 4,17), que « nos
eligió antes de la fundación del mundo… y nos ha destinado a ser sus hijos »
(Ef 1,4-5). Para Abrahán, la fe en Dios ilumina las raíces más profundas de su
ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en el origen de todas las
cosas, y confirmar que su vida no procede de la nada o la casualidad, sino de
una llamada y un amor personal. El Dios misterioso que lo ha llamado no es un
Dios extraño, sino aquel que es origen de todo y que todo lo sostiene. La gran
prueba de la fe de Abrahán, el sacrificio de su hijo Isaac, nos permite ver
hasta qué punto este amor originario es capaz de garantizar la vida incluso
después de la muerte. La Palabra que ha sido capaz de suscitar un hijo con su
cuerpo « medio muerto » y « en el seno estéril » de Sara (cf. Rm 4,19), será
también capaz de garantizar la promesa de un futuro más allá de toda amenaza o
peligro (cf. Hb 11,19; Rm 4,21).
La
Fe de Israel
En
el libro del Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe
de Abrahán. La fe nace de nuevo de un don originario: Israel se abre a la
intervención de Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es la llamada a
un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida.
El amor divino se describe con los rasgos de un padre que lleva de la mano a su
hijo por el camino (cf. Dt 1,31). La confesión de fe de Israel se formula como
narración de los beneficios de Dios, de su intervención para liberar y guiar al
pueblo (cf. Dt 26,5-11), narración que el pueblo transmite de generación en generación.
Para Israel, la luz de Dios brilla a través de la memoria de las obras
realizadas por el Señor, conmemoradas y confesadas en el culto, transmitidas de
padres a hijos. Aprendemos así que la luz de la fe está vinculada al relato
concreto de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios y al
cumplimiento progresivo de sus promesas. La arquitectura gótica lo ha expresado
muy bien: en las grandes catedrales, la luz llega del cielo a través de las
vidrieras en las que está representada la historia sagrada. La luz de Dios nos
llega a través de la narración de su revelación y, de este modo, puede iluminar
nuestro camino en el tiempo, recordando los beneficios divinos, mostrando cómo
se cumplen sus promesas.
Por
otro lado, la historia de Israel también nos permite ver cómo el pueblo ha
caído tantas veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo contrario de la
fe se manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el
pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo
de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión
inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente
de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse
personalmente y en el momento oportuno. Martin Buber citaba esta definición de
idolatría del rabino de Kock: se da idolatría cuando « un rostro se dirige
reverentemente a un rostro que no es un rostro ».10 En lugar de tener fe en
Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es
conocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una
llamada que haga salir de las propias seguridades, porque los ídolos « tienen
boca y no hablan » (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para
ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias
manos. Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el
hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el
tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia.
Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a
otro. La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no
llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse
de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «
Fíate de mí ». La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la
idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un
encuentro personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que
siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se
manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia.
La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por
la llamada de Dios. He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el
hombre encuentra un camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le
someten los ídolos.
En
la fe de Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador. El pueblo no
puede ver el rostro de Dios; es Moisés quien habla con YHWH en la montaña y
transmite a todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador,
Israel ha aprendido a caminar unido. El acto de fe individual se inserta en una
comunidad, en el « nosotros » común del pueblo que, en la fe, es como un solo
hombre, « mi hijo primogénito », como llama Dios a Israel (Ex 4,22). La
mediación no representa aquí un obstáculo, sino una apertura: en el encuentro
con los demás, la mirada se extiende a una verdad más grande que nosotros
mismos. J. J. Rousseau lamentaba no poder ver a Dios personalmente: « ¡Cuántos
hombres entre Dios y yo! ».11 « ¿Es tan simple y natural que Dios se haya
dirigido a Moisés para hablar a Jean Jacques Rousseau? ».12 Desde una
concepción individualista y limitada del conocimiento, no se puede entender el
sentido de la mediación, esa capacidad de participar en la visión del otro, ese
saber compartido, que es el saber propio del amor. La fe es un don gratuito de
Dios que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse, para poder ver el
camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la
salvación.
La
Plenitud de la Fe Cristiana
«
Abrahán […] saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría
» (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada
ya a él; en cierto sentido, era una visión anticipada de su misterio. Así lo
entiende san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la fe, pero
no la fe en el Cristo ya venido, sino la fe en el Cristo que había de venir,
una fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús.13 La fe cristiana
está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha
resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas las líneas del Antiguo
Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a todas las
promesas, el fundamento de nuestro « amén » último a Dios (cf. 2 Co 1,20). La
historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel
recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su
confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como
la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por nosotros.
La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras, sino su
Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios nos pueda
dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39). La fe
cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su
capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el
amor que Dios nos tiene y hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe reconoce el amor
de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la
realidad y su destino último.
16.
La
mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por
los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de
amor (cf. Jn 15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que
eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas
han situado en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe,
porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud. San
Juan introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la Madre de Jesús,
contempla al que habían atravesado (cf. Jn 19,37): « El que lo vio da
testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que
también vosotros creáis » (Jn 19,35). F. M. Dostoievski, en su obra El idiota,
hace decir al protagonista, el príncipe Myskin, a la vista del cuadro de Cristo
muerto en el sepulcro, obra de Hans Holbein el Joven: « Un cuadro así podría
incluso hacer perder la fe a alguno ».14 En efecto, el cuadro representa con
crudeza los efectos devastadores de la muerte en el cuerpo de Cristo. Y, sin
embargo, precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se
refuerza y recibe una luz resplandeciente, cuando se revela como fe en su amor
indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte para
salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar
cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos
permite confiarnos plenamente en Cristo.
Ahora
bien, la muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la
luz de la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno
de fe (cf. Ap 1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para nuestra fe. « Si Cristo no ha
resucitado, vuestra fe no tiene sentido », dice san Pablo (1 Co 15,17). Si el
amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si no
hubiese podido devolver la vida a su cuerpo, no sería un amor plenamente
fiable, capaz de iluminar también las tinieblas de la muerte. Cuando san Pablo
habla de su nueva vida en Cristo, se refiere a la « fe del Hijo de Dios, que me
amó y se entregó por mí » (Ga 2,20). Esta « fe del Hijo de Dios » es ciertamente
la fe del Apóstol de los gentiles en Jesús, pero supone la fiabilidad de Jesús,
que se funda, sí, en su amor hasta la muerte, pero también en ser Hijo de Dios.
Precisamente porque Jesús es el Hijo, porque está radicado de modo absoluto en
el Padre, ha podido vencer a la muerte y hacer resplandecer plenamente la vida.
Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de
su acción en el mundo. Pensamos que Dios sólo se encuentra más allá, en otro
nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas. Pero si así
fuese, si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo, su amor no sería
verdaderamente poderoso, verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera
verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad que promete. En tal caso, creer
o no creer en él sería totalmente indiferente. Los cristianos, en cambio,
confiesan el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la
historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha
revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
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