CARTA
ENCICLICA DE LA FE
PAPA FRANCISCO
(FINAL)
CAPÍTULO
CUARTO
DIOS
PREPARA
UNA
CIUDAD PARA ELLOS
(cf.
Hb 11,16)
Fe y bien
común
Al
presentar la historia de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento,
la Carta a los Hebreos pone de relieve un aspecto esencial de su fe. La fe no
sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la
preparación de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás. El
primer constructor es Noé que, en el Arca, logra salvar a su familia (cf. Hb
11,7). Después Abrahán, del que se dice que, movido por la fe, habitaba en
tiendas, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos (cf. Hb 11,9-10).
Nace así, en relación con la fe, una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que
sólo puede venir de Dios. Si el hombre de fe se apoya en el Dios del Amén, en
el Dios fiel (cf. Is 65,16), y así adquiere solidez, podemos añadir que la
solidez de la fe se atribuye también a la ciudad que Dios está preparando para
el hombre. La fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos
cuando Dios se hace presente en medio de ellos. No se trata sólo de una solidez
interior, una convicción firme del creyente; la fe ilumina también las
relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios.
El Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable.
Precisamente
por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio
concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro con
el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de
nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo
desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la
plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones
humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida
común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los
hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener
verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir
sólo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no
en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro
puede suscitar. La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones
humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en
su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común.
Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro
de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más
allá; nos ayuda a edificar nues71
tras
sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza. La Carta a los
Hebreos pone un ejemplo de esto cuando nombra, junto a otros hombres de fe, a
Samuel y David, a los cuales su fe les permitió « administrar justicia » (Hb
11,33). Esta expresión se refiere aquí a su justicia para gobernar, a esa
sabiduría que lleva paz al pueblo (cf. 1 S 12,3-5; 2 S 8,15). Las manos de la
fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad
construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios.
Fe
y familia
En
el camino de Abrahán hacia la ciudad futura, la Carta a los Hebreos se refiere
a una bendición que se transmite de padres a hijos (cf. Hb 11,20-21). El primer
ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso
sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace
de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la
aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges
unirse en una sola carne (cf. Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida
nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio
de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con
un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe.
Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa
los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente
nuestro futuro a la persona amada. La fe, además, ayuda a captar en toda su
profundidad y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer en ella
el amor creador que nos da y nos confía el misterio de una nueva persona. En
este sentido, Sara llegó a ser madre por la fe, contando con la fidelidad de
Dios a sus promesas (cf. Hb 11,11).
En
la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por
la infancia: los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es
importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que
acompañen el crecimiento en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que
atraviesan una edad tan compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la
cercanía y la atención de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de
crecimiento en la fe. Todos hemos visto cómo, en las Jornadas Mundiales de la
Juventud, los jóvenes manifiestan la alegría de la fe, el compromiso de vivir
una fe cada vez más sólida y generosa. Los jóvenes aspiran a una vida grande.
El encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el
horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe
no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace
descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es
digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la
fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades.
Luz
para la vida en sociedad
Asimilada
y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como
experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un
camino fraterno. En la « modernidad » se ha intentado construir la fraternidad
universal entre los hombres fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin
embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un Padre
común como fundamento último, no logra subsistir. Es necesario volver a la
verdadera raíz de la fraternidad. Desde su mismo origen, la historia de la fe
es una historia de fraternidad, si bien no exenta de conflictos. Dios llama a Abrahán
a salir de su tierra y le promete hacer de él una sola gran nación, un gran
pueblo, sobre el que desciende la bendición de Dios (cf. Gn 12,1-3). A lo largo
de la historia de la salvación, el hombre descubre que Dios quiere hacer
partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que encuentra su
plenitud en Jesús, para que todos sean uno. El amor inagotable del Padre se nos
comunica en Jesús, también mediante la presencia del hermano. La fe nos enseña
que cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro de Dios me
ilumina a través del rostro del hermano. ¡Cuántos beneficios ha aportado la
mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común!
Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no
era tan evidente en el mundo antiguo. En el siglo II, el pagano Celso
reprochaba a los cristianos lo que le parecía una ilusión y un engaño: pensar
que Dios hubiera creado el mundo para el hombre, poniéndolo en la cima de todo
el cosmos. Se preguntaba: « ¿Por qué pretender que [la hierba] crezca para los
hombres, y no mejor para los animales salvajes e irracionales? ». « Si miramos
la tierra desde el cielo, ¿qué diferencia hay entre nuestras ocupaciones y lo
que hacen las hormigas y las abejas? ». En el centro de la fe bíblica está el
amor de Dios, su solicitud concreta por cada persona, su designio de salvación
que abraza a la humanidad entera y a toda la creación, y que alcanza su cúspide
en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Cuando se oscurece esta
realidad, falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la
vida del hombre. Éste pierde su puesto en el universo, se pierde en la
naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro
absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites.
La
fe, además, revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza,
pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que
nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos
de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que
consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a
identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de
Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad
del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso;
perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más
fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más
profunda que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde un punto de
vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de
contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a
resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un
paso más hacia la unidad. Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los
fundamentos de la vida se debiliten con ella, como advertía el poeta T. S.
Eliot: « ¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos
modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente
sobrevivirán a la fe que les da sentido? ».48 Si hiciésemos desaparecer la fe
en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues
quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad estaría comprometida. La
Carta a los Hebreos afirma: « Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque
les tenía preparada una ciudad » (Hb 11,16). La expresión « no tiene reparo »
hace referencia a un reconocimiento público. Indica que Dios, con su
intervención concreta, con su presencia entre nosotros, confiesa públicamente
su deseo de dar consistencia a las relaciones humanas. ¿Seremos en cambio
nosotros los que tendremos reparo en llamar a Dios nuestro Dios? ¿Seremos
capaces de no confesarlo como tal en nuestra vida pública, de no proponer la
grandeza de la vida común que él hace posible? La fe ilumina la vida en
sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino
de todo en el Padre que nos ama, los ilumina con una luz creativa en cada nuevo
momento de la historia.
Fuerza
que conforta en el sufrimiento
San
Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto sobre sus tribulaciones y
sufrimientos, pone su fe en relación con la predicación del Evangelio. Dice que
así se cumple en él el pasaje de la Escritura: « Creí, por eso hablé » (2 Co
4,13). Es una cita del Salmo 116. El Apóstol se refiere a una expresión del
Salmo 116 en la que el salmista exclama: « Tenía fe, aun cuando dije: ‘‘¡Qué
desgraciado soy!” » (v. 10). Hablar de fe comporta a menudo hablar también de
pruebas dolorosas, pero precisamente en ellas san Pablo ve el anuncio más
convincente del Evangelio, porque en la debilidad y en el sufrimiento se hace manifiesta
y palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro Al presentar
la historia de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, la Carta
a los Hebreos pone de relieve un aspecto esencial de su fe. La fe no sólo se
presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación
de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás. El primer
constructor es Noé que, en el Arca, logra salvar a su familia (cf. Hb 11,7).
Después Abrahán, del que se dice que, movido por la fe, habitaba en tiendas,
mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos (cf. Hb 11,9-10). Nace así, en
relación con la fe, una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo puede
venir de Dios. Si el hombre de fe se apoya en el Dios del Amén, en el Dios fiel
(cf. Is 65,16), y así adquiere solidez, podemos añadir que la solidez de la fe
se atribuye también a la ciudad que Dios está preparando para el hombre. La fe
revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos cuando Dios se hace
presente en medio de ellos. No se trata sólo de una solidez interior, una
convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas,
porque nace
70
del
amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para
los hombres una ciudad fiable.
51.
Precisamente
por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio
concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro con
el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de
nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo
desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la
plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones
humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida
común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los
hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener
verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir
sólo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no
en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro
puede suscitar. La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones
humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en
su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común.
Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro
de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más
allá; nos ayuda a edificar nues71
tras
sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza. La Carta a los
Hebreos pone un ejemplo de esto cuando nombra, junto a otros hombres de fe, a
Samuel y David, a los cuales su fe les permitió « administrar justicia » (Hb
11,33). Esta expresión se refiere aquí a su justicia para gobernar, a esa
sabiduría que lleva paz al pueblo (cf. 1 S 12,3-5; 2 S 8,15). Las manos de la
fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad
construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios.
Fe
y familia
52.
En
el camino de Abrahán hacia la ciudad futura, la Carta a los Hebreos se refiere
a una bendición que se transmite de padres a hijos (cf. Hb 11,20-21). El primer
ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso
sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace
de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la
aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges
unirse en una sola carne (cf. Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida
nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio
de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con
un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe.
Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que
sobrepasa los propios proyectos, que
72
nos
sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada.
La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de
los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que nos da y nos
confía el misterio de una nueva persona. En este sentido, Sara llegó a ser
madre por la fe, contando con la fidelidad de Dios a sus promesas (cf. Hb
11,11).
53.
En
la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por
la infancia: los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es
importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que
acompañen el crecimiento en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que
atraviesan una edad tan compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la
cercanía y la atención de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de
crecimiento en la fe. Todos hemos visto cómo, en las Jornadas Mundiales de la
Juventud, los jóvenes manifiestan la alegría de la fe, el compromiso de vivir
una fe cada vez más sólida y generosa. Los jóvenes aspiran a una vida grande.
El encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el
horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe
no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace
descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es
digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la
fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades.
73
Luz
para la vida en sociedad
54.
Asimilada
y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como
experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un
camino fraterno. En la « modernidad » se ha intentado construir la fraternidad
universal entre los hombres fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin
embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un Padre
común como fundamento último, no logra subsistir. Es necesario volver a la
verdadera raíz de la fraternidad. Desde su mismo origen, la historia de la fe
es una historia de fraternidad, si bien no exenta de conflictos. Dios llama a
Abrahán a salir de su tierra y le promete hacer de él una sola gran nación, un
gran pueblo, sobre el que desciende la bendición de Dios (cf. Gn 12,1-3). A lo
largo de la historia de la salvación, el hombre descubre que Dios quiere hacer
partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que encuentra su
plenitud en Jesús, para que todos sean uno. El amor inagotable del Padre se nos
comunica en Jesús, también mediante la presencia del hermano. La fe nos enseña
que cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro de Dios me
ilumina a través del rostro del hermano.
¡Cuántos
beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para
contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad
única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. En el siglo
74
II,
el pagano Celso reprochaba a los cristianos lo que le parecía una ilusión y un
engaño: pensar que Dios hubiera creado el mundo para el hombre, poniéndolo en
la cima de todo el cosmos. Se preguntaba: « ¿Por qué pretender que [la hierba]
crezca para los hombres, y no mejor para los animales salvajes e irracionales?
».46 « Si miramos la tierra desde el cielo, ¿qué diferencia hay entre nuestras
ocupaciones y lo que hacen las hormigas y las abejas? ».47 En el centro de la
fe bíblica está el amor de Dios, su solicitud concreta por cada persona, su
designio de salvación que abraza a la humanidad entera y a toda la creación, y
que alcanza su cúspide en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo.
Cuando se oscurece esta realidad, falta el criterio para distinguir lo que hace
preciosa y única la vida del hombre. Éste pierde su puesto en el universo, se
pierde en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien
pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin
límites.
55.
La
fe, además, revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza,
pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que
nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos
de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que
consideren la creación como un don del que todos somos deu46
Orígenes,
Contra Celsum, IV, 75: SC 136, 372.
47
Ibíd., 85: SC 136, 394.
75
dores;
nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la
autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma
también la posibilidad del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo,
paciencia y compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es
siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios
afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones. Por lo
demás, incluso desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es
superior al conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero
experimentarlo debe llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un
eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad.
Cuando
la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten
con ella, como advertía el poeta T. S. Eliot: « ¿Tenéis acaso necesidad de que
se os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar
orgullosos de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les
da sentido? ».48 Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades,
se debilitaría la confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el
miedo, y la estabilidad estaría comprometida. La Carta a los Hebreos afirma: «
Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les
48 « Choruses from The Rock », en The Collected Poems
and Plays 1909-1950, New York 1980, 106.
76
tenía
preparada una ciudad » (Hb 11,16). La expresión « no tiene reparo » hace
referencia a un reconocimiento público. Indica que Dios, con su intervención
concreta, con su presencia entre nosotros, confiesa públicamente su deseo de
dar consistencia a las relaciones humanas. ¿Seremos en cambio nosotros los que
tendremos reparo en llamar a Dios nuestro Dios? ¿Seremos capaces de no
confesarlo como tal en nuestra vida pública, de no proponer la grandeza de la
vida común que él hace posible? La fe ilumina la vida en sociedad; poniendo
todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino de todo en el
Padre que nos ama, los ilumina con una luz creativa en cada nuevo momento de la
historia.
Fuerza
que conforta en el sufrimiento
San
Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto sobre sus tribulaciones y
sufrimientos, pone su fe en relación con la predicación del Evangelio. Dice que
así se cumple en él el pasaje de la Escritura: « Creí, por eso hablé » (2 Co
4,13). Es una cita del Salmo 116. El Apóstol se refiere a una expresión del
Salmo 116 en la que el salmista exclama: « Tenía fe, aun cuando dije: ‘‘¡Qué
desgraciado soy!” » (v. 10). Hablar de fe comporta a menudo hablar también de
pruebas dolorosas, pero precisamente en ellas san Pablo ve el anuncio más
convincente del Evangelio, porque en la debilidad y en el sufrimiento se hace
manifiesta y palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro sufrimiento.
El Apóstol mismo se encuentra en peligro de muerte, una muerte que se
convertirá en vida para los cristianos (cf. 2 Co 4,7-12). En la hora de la
prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la
debilidad, aparece claro que « no nos predicamos a nosotros mismos, sino a
Jesucristo como Señor » (2 Co 4,5). El capítulo 11 de la Carta a los Hebreos
termina con una referencia a aquellos que han sufrido por la fe (cf. Hb
11,35-38), entre los cuales ocupa un puesto destacado Moisés, que ha asumido la
afrenta de Cristo (cf. v. 26). El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento,
pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega
confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir
una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con
el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc 15,34),
el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. Incluso la
muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el
último « Sal de tu tierra », el último « Ven », pronunciado por el Padre, en
cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el
paso definitivo.
La
luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos
hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San
Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus
pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos,
no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de
todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras
tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto
basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que
explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una
historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella
un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros
este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que,
habiendo soportado el dolor, « inició y completa nuestra fe » (Hb 12,2).
El
sufrimiento nos recuerda que el servicio de la fe al bien común es siempre un
servicio de esperanza, que mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el
futuro que viene de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad
cimientos sólidos y duraderos. En este sentido, la fe va de la mano de la esperanza
porque, aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna,
que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf. 2 Co 4,16-5,5). El
dinamismo de fe, esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así
integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia
aquella ciudad « cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios » (Hb 11,10),
porque « la esperanza no defrauda » (Rm 5,5). En unidad con la fe y la caridad,
la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una
perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero
que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar
la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas
inmediatas que obstruyen el camino, que « fragmentan » el tiempo,
transformándolo en espacio. El tiempo es siempre superior al espacio. El
espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro
e impulsa a caminar con esperanza.
Bienaventurada
la que ha creído (Lc 1,45)
En
la parábola del sembrador, san Lucas nos ha dejado estas palabras con las que
Jesús explica el significado de la « tierra buena »: « Son los que escuchan la
palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con
perseverancia » (Lc 8,15). En el contexto del Evangelio de Lucas, la mención
del corazón noble y generoso, que escucha y guarda la Palabra, es un retrato
implícito de la fe de la Virgen María. El mismo evangelista habla de la memoria
de María, que conservaba en su corazón todo lo que escuchaba y veía, de modo
que la Palabra diese fruto en su vida. La Madre del Señor es icono perfecto de
la fe, como dice santa Isabel: « Bienaventurada la que ha creído » (Lc 1,45).
En
María, Hija de Sión, se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento,
que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres
que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas
de Dios y del surgimiento de la vida nueva. En la plenitud de los tiempos, la
Palabra de Dios fue dirigida a María, y ella la acogió con todo su ser, en su
corazón, para que tomase carne en ella y naciese como luz para los hombres. San
Justino mártir, en su Diálogo con Trifón, tiene una hermosa expresión, en la
que dice que María, al aceptar el mensaje del Ángel, concibió « fe y alegría
».49 En la Madre de Jesús, la fe ha dado su mejor fruto, y cuando nuestra vida
espiritual da fruto, nos llenamos de alegría, que es el signo más evidente de
la grandeza de la fe. En su vida, María ha realizado la peregrinación de la fe,
siguiendo a su Hijo.50 Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es
asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a
formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado.
Podemos
decir que en la Bienaventurada Virgen María se realiza eso en lo que antes he
insistido, que el creyente está totalmente implicado en su confesión de fe.
María está íntimamente asociada, por su unión con Cristo, a lo que creemos. En
la concepción virginal de María tenemos un signo claro de la filiación divina
de Cristo. El origen eterno de Cristo está en el Padre; él es el Hijo, en
sentido total y único; y por eso, es engendrado en el tiempo sin concurso de
varón. Siendo Hijo, Jesús puede traer al mundo un nuevo comienzo y una nueva
luz, la plenitud del amor fiel de Dios, que se entrega a los hombres. Por otra
parte, la verdadera maternidad de María ha asegurado para el Hijo de Dios una
verdadera historia humana, una verdadera carne, en la que morirá en la cruz y
resucitará de los muertos. María lo acompañará hasta la cruz (cf. Jn 19,25),
desde donde su maternidad se extenderá a todos los discípulos de su Hijo (cf.
Jn 19,26-27). También estará presente en el Cenáculo, después de la
resurrección y de la ascensión, para implorar el don del Espíritu con los
apóstoles (cf. Hch 1,14). El movimiento de amor entre el Padre y el Hijo en el
Espíritu ha recorrido nuestra historia; Cristo nos atrae a sí para salvarnos
(cf. Jn 12,32). En el centro de la fe se encuentra la confesión de Jesús, Hijo
de Dios, nacido de mujer, que nos introduce, mediante el don del Espíritu
santo, en la filiación adoptiva (cf. Ga 4,4-6).
Nos
dirigimos en oración a María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe.
¡Madre,
ayuda nuestra fe!
Abre
nuestro oído a la Palabra, para que
reconozcamos
la voz de Dios y su llamada.
Aviva
en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y
confiando en su promesa.
Ayúdanos
a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos
a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de
tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra
en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos
que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos
a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y
que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día
sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de los Santos Apóstoles
Pedro y Pablo, del año 2013, primero de mi Pontificado
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