Católica: éste es el nombre propio de esta Iglesia
santa madre de todos nosotros; ella es en verdad esposa de nuestro Señor
Jesucristo, Hijo unigénito de Dios (porque está escrito: como Cristo amó a su
Iglesia y se entregó por ella, y lo que sigue), y es figura y anticipo de la
Jerusalén de arriba, que es libre y es nuestra madre, la cual, antes estéril,
es ahora madre de una prole numerosa.
En efecto, habiendo sido repudiada la primera, en la
segunda Iglesia, esto es, la católica, Dios -como dice Pablo- estableció
primero apóstoles, luego profetas, luego doctores, luego el poder de los
milagros, las virtudes; después, las gracias de curación, de asistencia, de
gobierno, los géneros de lengua, y toda clase de virtudes: la sabiduría y la
inteligencia, la templanza y la justicia, la misericordia y el amor a los
hombres, y una paciencia insuperable en las persecuciones.
Ella fue la que antes, en tiempo de persecución y de
angustia, con armas ofensivas y defensivas, con honra y deshonra, redimió a los
santos mártires con coronas de paciencia entretejidas diversas y variadas
flores; pero ahora, en este tiempo de paz, recibe, por gracia de Dios, los
honores debidos, de parte de los reyes, de los hombres constituidos en dignidad
y de toda clase de hombres.
Y la potestad de los reyes sobre sus súbditos está
limitada por unas fronteras territoriales; la santa Iglesia católica, en
cambio, es la única que goza de una potestad ilimitada en toda la tierra. Tal
como está escrito, Dios ha puesto paz en sus fronteras.
En esta santa Iglesia católica, instruidos con
esclarecidos preceptos y enseñanzas, alcanzaremos el reino de los cielos y
heredaremos la vida eterna, por la cual todo lo toleramos, para que podamos
alcanzarla del Señor. Porque la meta que se nos ha señalado no consiste en algo
de poca monta, sino que nos esforzamos por la posesión de la vida eterna. Por
esto, en la profesión de fe, se nos enseña que, después de aquel artículo: La resurrección
de los muertos, de la que ya hemos disertado, creamos en la vida del mundo
futuro, por la cual luchamos los cristianos. Por tanto, la vida verdadera y
auténtica es el Padre, la fuente de la que, por meditación del Hijo, en el
Espíritu Santo, manan sus dones para todos, y, por su benignidad, también a
nosotros los hombres se nos ha prometido verídicamente los bienes de la vida
eterna.
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