¿QUIÉN ESTÁ EN ESA CRUZ?
Es preciso cuidar que mi servicio al Señor no sea
apenas otra actividad más. ¿Será que predico porque me gusta estar en la
pantalla durante media hora? ¿Enseño porque me fascina tener a toda una clase
bajo el hechizo de mi enseñanza? ¿Gano almas para el Señor porque disfruto de
mis conquistas?
Cada vez me doy más cuenta de lo sutil y traicionera
que es la carne. A la carne no le preocupa vestirse de traje religioso, siempre
y cuando no tenga que morir. El problema consiste en saber la respuesta a esta
pregunta: “¿Quién está en la cruz, y quién está sobre el trono de mi vida?”
Históricamente el gran cambio ya tuvo lugar: Cristo estuvo en la cruz y ahora
debe estar sentado sobre el trono de nuestro corazón. Por otra parte, nuestro
“yo” estaba en el trono de nuestra vida y ahora debe estar colgado y traspasado
sobre la cruz. Cada vez que me atrevo a cambiar las condiciones de los dos y
así echar para atrás lo que ya es historia, ¡entonces me encuentro en graves
problemas!
Desde la eternidad la gran ambición del “yo” ha sido
la de escapar de la cruz y sigilosamente trepar nuevamente sobre el trono. A
veces he pensado en la crucifixión de mi “yo” como algo totalmente logrado para
poder decir: “¡Allí, tenga, crucificado una vez y para siempre!” Pero con
demasiada frecuencia al observar más detenidamente me doy cuenta que esa cruz
personal está vacía, porque mi “yo” ha vuelto a escapar y surge con muchas
ganas de estar en pantalla.
Crucificar el “yo” no es simplemente negar su
existencia. Si fuera así bastaría con decir “Ya no existes más”. Pero la
verdadera vida cristiana dice: “Tú estás muerto para ti mismo, pero vivo para
Cristo” (ver Gálatas 2:20). Y, es más, el ser cristiano significa que debo
morir antes y no después, para vivir verdaderamente y disfrutar de todo lo que
Cristo tiene para mí. No es la persona quien debe morir, sino la tendencia que
tenemos de ser egoístas. Jesús no estimó “el ser igual a Dios como algo a que
aferrarse” (Fil. 2:6). ¡Si Jesús, siendo el mismo Dios encarnado, rehusó
aferrarse de su privilegio de deidad, cuánto más debo yo, un pobre pecador,
cuidar de endiosarme! La solución no es una crucifixión única, sino algo que
debe repetirse diariamente. El canto del corazón de un discípulo de Dios
contiene como letra las palabras de Gálatas 2:20, “Con Cristo estoy juntamente
crucificado, y ya… vive Cristo en mí”. Es la vida que sigue a la muerte; y es
la victoria que resulta de la crucifixión.
¿Cómo andas en este asunto?
Haz los ajustes necesarios.
Dios te bendiga.
“Y sabemos que
nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del
pecado sea destruido, a fin de que no seamos esclavos del pecado” (Romanos
6:6).
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