lunes, 26 de junio de 2017

¿QUIÉN ESTÁ EN LA CRUZ?

¿QUIÉN ESTÁ EN ESA CRUZ?
Es preciso cuidar que mi servicio al Señor no sea apenas otra actividad más. ¿Será que predico porque me gusta estar en la pantalla durante media hora? ¿Enseño porque me fascina tener a toda una clase bajo el hechizo de mi enseñanza? ¿Gano almas para el Señor porque disfruto de mis conquistas?

Cada vez me doy más cuenta de lo sutil y traicionera que es la carne. A la carne no le preocupa vestirse de traje religioso, siempre y cuando no tenga que morir. El problema consiste en saber la respuesta a esta pregunta: “¿Quién está en la cruz, y quién está sobre el trono de mi vida?” Históricamente el gran cambio ya tuvo lugar: Cristo estuvo en la cruz y ahora debe estar sentado sobre el trono de nuestro corazón. Por otra parte, nuestro “yo” estaba en el trono de nuestra vida y ahora debe estar colgado y traspasado sobre la cruz. Cada vez que me atrevo a cambiar las condiciones de los dos y así echar para atrás lo que ya es historia, ¡entonces me encuentro en graves problemas!

Desde la eternidad la gran ambición del “yo” ha sido la de escapar de la cruz y sigilosamente trepar nuevamente sobre el trono. A veces he pensado en la crucifixión de mi “yo” como algo totalmente logrado para poder decir: “¡Allí, tenga, crucificado una vez y para siempre!” Pero con demasiada frecuencia al observar más detenidamente me doy cuenta que esa cruz personal está vacía, porque mi “yo” ha vuelto a escapar y surge con muchas ganas de estar en pantalla.

Crucificar el “yo” no es simplemente negar su existencia. Si fuera así bastaría con decir “Ya no existes más”. Pero la verdadera vida cristiana dice: “Tú estás muerto para ti mismo, pero vivo para Cristo” (ver Gálatas 2:20). Y, es más, el ser cristiano significa que debo morir antes y no después, para vivir verdaderamente y disfrutar de todo lo que Cristo tiene para mí. No es la persona quien debe morir, sino la tendencia que tenemos de ser egoístas. Jesús no estimó “el ser igual a Dios como algo a que aferrarse” (Fil. 2:6). ¡Si Jesús, siendo el mismo Dios encarnado, rehusó aferrarse de su privilegio de deidad, cuánto más debo yo, un pobre pecador, cuidar de endiosarme! La solución no es una crucifixión única, sino algo que debe repetirse diariamente. El canto del corazón de un discípulo de Dios contiene como letra las palabras de Gálatas 2:20, “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya… vive Cristo en mí”. Es la vida que sigue a la muerte; y es la victoria que resulta de la crucifixión.
¿Cómo andas en este asunto?
Haz los ajustes necesarios.

Dios te bendiga.

 “Y sabemos que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no seamos esclavos del pecado” (Romanos 6:6).

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