La paz no consiste en una mera ausencia de guerra ni
se reduce a asegurar el equilibrio de las distintas fuerzas contrarias ni nace
del dominio despótico, sino que, con razón, se define como obra de la justicia.
Ella es como el fruto de aquel orden que el Creador quiso establecer en la
sociedad humana y que debe irse perfeccionando sin cesar por medio del esfuerzo
de aquellos hombres que aspiran a implantar en el mundo una justicia cada vez más
plena. En efecto, aunque fundamentalmente el bien común del género humano
depende de la ley eterna, en sus exigencias concretas está, con todo, sometido
a las continuas transformaciones ocasionadas por la evolución de los tiempos;
la paz no es nunca algo adquirido de una vez para siempre, sino que es preciso
irla construyendo y edificando cada día. Como además la voluntad humana es frágil
y está herida por el pecado, el mantenimiento de la paz requiere que cada uno
se esfuerce constantemente por dominar sus pasiones, y exige de la autoridad legítima
una constante vigilancia.
Y todo esto es aún insuficiente. La paz de la que
hablamos no puede obtenerse en este mundo si no se garantiza el bien de cada
una de las personas y si los hombres no saben comunicarse entre sí espontáneamente
y con confianza las riquezas de su espíritu y de su talento. La firme voluntad
de respetar la dignidad de los otros hombres y pueblos y el solícito ejercicio
de la fraternidad son algo absolutamente imprescindible para construir la
verdadera paz. Por ello puede decirse que la paz es también fruto del amor; que
supera los límites de lo que exige la simple justicia. La paz terrestre nace
del amor al prójimo, y es como la imagen y el efecto de aquella paz de Cristo,
que procede de Dios Padre. En efecto, el mismo Hijo encarnado, príncipe de la
paz, ha reconciliado por su cruz a todos los hombres con Dios, reconstruyendo
la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo. Así ha dado muerte en
su propia carne al odio y, después del triunfo de su resurrección, ha derramado
su Espíritu de amor en el corazón de los hombres.
Por esta razón todos los cristianos quedan vivamente invitados
a que, realizando la verdad en el amor, se unan a aquellos hombres que, como auténticos
constructores de la paz, se esfuerzan por instaurarla y rehacerla. Movidos por
este mismo espíritu, no podemos menos de alabar a quienes, renunciando a toda intervención
violenta en la defensa de sus derechos, recurren a aquellos medios de defensa
de sus derechos, recurren a aquellos medios de defensa que están incluso al
alcance de los más débiles, con tal de que esto pueda hacerse sin lesionar los
derechos y los deberes de otras personas o de la misma comunidad.