El apóstol San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen
al género humano, a saber, Adán y Cristo. Dos hombres semejantes en su cuerpo,
pero muy diversos en su obrar; totalmente iguales por el número y orden de sus
miembros, pero totalmente distintos por su respectivo origen. Dice, en efecto,
la Escritura: El primer hombre, Adán, se convirtió en ser vivo; el último Adán,
en espíritu que da vida.
Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien
recibió el alma con la cual empezó a vivir; el último Adán se configuró a sí
mismo y fue su propio autor, pues no recibió la vida de nadie, sino que fue el
único de quien procede la vida de todos. Aquel primer Adán fue plasmado del
barro deleznable; el último Adán se formó en las entrañas preciosas de la Virgen.
En aquél, la tierra se convierte en carne; en éste, la carne llega a ser Dios.
Y ¿qué más podemos añadir? Éste es aquel Adán que,
cuando creó al primer Adán, colocó en él su divina imagen. De aquí que
recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre para que aquel a quien había
formado a su imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán;
aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo
cual, este último es, realmente, también el primero, como él mismo afirma: Yo
soy el primero y soy el último.
Yo soy el primero, es decir, no tengo principio. Yo
soy el último, porque ciertamente no tengo fin. El Espíritu no fue lo primero
-dice-, primero vino la vida y después el Espíritu. Antes, sin duda, es la
tierra que el fruto, pero la tierra no es tan preciosa como el fruto; aquélla
exige lágrimas y trabajo, éste, en cambio, nos proporciona alimento y vida. Con
razón el profeta se gloría de tal fruto, cuando dice: Nuestra tierra ha dado su
fruto ¿Qué fruto? Aquel del que se afirma en otro lugar: A un fruto de tus
entrañas lo pondré sobre tu trono. Y también: El primer hombre, hecho de
tierra, era terreno; el segundo es del cielo.
Igual que el hombre terreno son los hombres terrenos;
igual que el celestial son los hombres celestiales. ¿Cómo, pues, los que no
nacieron con tal naturaleza celestial llegaron a ser de esta naturaleza y no
permanecieron tal cual habían nacido, sino perseveraron en la condición en que
habían renacido? Esto se debe, hermanos, a la acción misteriosa del Espíritu,
el cual fecunda con su luz el seno materno de la fuente virginal, para que
aquellos a quienes el origen terreno de su raza da a luz en condición terrena y
miserable vuelvan a nacer en condición celestial, y lleguen a ser semejantes a
su mismo Creador. Por tanto, renacidos ya, recreados según la imagen de nuestro
Creador, realizamos lo que nos dice el Apóstol: Nosotros, que somos imagen del
hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial.
Renacidos ya, como hemos dicho, a semejanza de nuestro
Señor, adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos integra y con plena
semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo
a él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad,
mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por
las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a
nosotros.
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