Refugiémonos en Cristo, nuestra fortaleza, y
adhirámonos con todas nuestras fuerzas al Señor, la roca sólida y siempre
firme, y podremos decir con el profeta, como ésta escrito: Afianzó mis pies en
la roca y aseguro mis pasos. Consolidados así y afianzados podremos contemplar
y escuchar lo que él nos diga y sabremos cómo responder cuando él nos reprenda.
El primer grado de esta contemplación, amados
hermanos, consiste en considerar atentamente cuál sea la voluntad del Señor y
qué es lo acepto a sus ojos. Y, como todos pecamos con frecuencia y nuestro
orgullo ofende muchas veces su santísima voluntad y no se adhiere ni conforma a
lo que el Señor desea, es necesario que nos humillemos bajo la poderosa mano de
Dios altísimo y procuremos solícitamente presentarnos ante él con espíritu
humilde, diciendo: Sáname, Señor, y quedaré sano, sálvame y quedaré salvo. Y
también aquello otro: Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra
ti.
Cuando estos pensamientos hayan ya purificado la
mirada de nuestro corazón, en vez de andar según la amargura de nuestro
espíritu nos dejaremos llevar del Espíritu de Dios y viviremos alegras, sin
preocuparnos ya de cuál sea la voluntad de Dios sobre nosotros, sino interesándonos
más bien sobre se la voluntad divina en sí misma.
Y, ya que en su voluntad está la vida, no podemos
dudar lo más mínimo de que nada encontraremos que nos sea más útil y provechoso
que aquello que concuerda con el querer divino. Por tanto, si en verdad
queremos conservar la vida de nuestra alma, procuremos con solicitud no
desviarnos en lo más mínimo de la voluntad de Dios.
Y, cuando hayamos ya progresado algún tanto en la vida
espiritual, guiados por el Espíritu Santo, que escudriña los más altos
misterios de Dios, dediquémonos a contemplar cuán suave es el Señor y cuán
bueno es en sí mismo; y con el profeta supliquémosle que nos manifieste cuál
sea su voluntad, para que pongamos nuestra mansión no en nuestro pobre corazón
humano, sino en su santo templo; así podremos repetir con el mismo profeta: Mi
alma se acongoja, te recuerdo.
Pues hay que advertir que la plenitud de nuestra vida
espiritual se encuentra en estas dos cosas: en aquella reflexión sobre nosotros
mismos, que nos turba y nos contrista en vista la conversión, y en la
contemplación de Dios, que nos llena del gozo y del consuelo del Espíritu
Santo; lo primero engendra en nosotros el temor y la humildad, lo segundo
alumbra en nuestro interior el amor y la esperanza.
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