La acequia de Dios va llena de agua,
prepara los trigales: riegas los surcos, tu llovizna los deja mullidos. No cabe
duda alguna de cuál sea la acequia a la que se refiere nuestro texto, pues el
profeta dice de ella: El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios. Y el
mismo Señor afirma en el Evangelio: En aquel que beba del agua que yo le dé, se
convertirá ésta en manantial, cuyas aguas brotan para comunicar vida eterna. Y
también: Quien crea en mí, como ha dicho la Escritura, brotarán de su seno
torrentes de agua viva. Esto lo dijo del Espíritu Santo, que habían de recibir
los que a él se unieran por la fe. Esta acequia de Dios va, pues, llena de
agua. En efecto, el Espíritu Santo nos inunda con sus dones y así por obra suya,
la acequia de Dios, brotando del manantial divino, derrama agua abundante sobre
todos nosotros.
Y, además, tenemos también un manjar.
¿De qué manjar se trata? De aquel, sin duda, que ya en este mundo nos dispone
para gozar de la comunión de Dios, por medio de la comunión del cuerpo de
Cristo, comunión que nos prepara para tener nuestra parte en aquel lugar donde
reina ya este santísimo cuerpo. Esto es precisamente lo que significan las
palabras del salmo que siguen a continuación: Preparas los trigales, y los
valles se visten de mieses; porque en realidad, aunque ya estemos salvados
desde ahora por este alimento, con todo, él nos prepara también para la vida
futura.
Para quienes hemos renacido por medio
del santo bautismo este alimento constituye nuestro mayor gozo, pues él nos
aporta ya los primeros dones del Espíritu Santo, haciéndonos penetrar en la
inteligencia de los misterios divinos y en el conocimiento de las profecías;
este alimento nos hace hablar con sabiduría, nos da la firmeza de la esperanza
y nos confiere el don de curaciones. Estos dones nos van penetrando, y son como
las gotas de una lluvia que va cayendo poco a poco para que luego demos fruto
abundante.
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