El agua que yo le dé se convertirá en él en manantial
de agua viva, que brota para comunicar vida eterna. Se nos habla aquí de un
nuevo género de agua, un agua viva y que brota; pero que brota sólo sobre los
que son dignos de ella. Mas, ¿por qué el Señor da el nombre de agua a la gracia
del Espíritu? Porque el agua es condición necesaria para la pervivencia de
todas las cosas, porque el agua es el origen de las plantas y de los seres
vivos, porque el agua de la lluvia baja del cielo, porque, deslizándose en su
curso siempre igual, produce efectos diferentes. Diversa es, en efecto, su
virtualidad en una palmera o en una vid, aunque en todos es ella quien lo hace
todo; ella es siempre la misma, en cualquiera de sus manifestaciones, pues la
lluvia, aunque cae siempre del mismo modo, se acomoda a la estructura de los
seres que la reciben, dando a cada uno de ellos lo que necesitan.
De manera semejante, el Espíritu Santo, siendo uno
solo y siempre el mismo e indivisible, reparte a cada uno sus gracias según su
beneplácito. Y, del mismo modo que el árbol seco, al recibir el agua, germina,
así también el alma pecadora, al recibir del Espíritu Santo el don del
arrepentimiento, produce frutos de justicia. Siendo él, pues, siempre igual y
el mismo, produce diversos efectos, según el beneplácito de Dios y en el nombre
de Cristo.
En efecto, se sirve de la lengua de uno para comunicar
la sabiduría; a otro le ilumina la mente con el don de profecía; a éste le da
el poder de ahuyentar los demonios; a aquél le concede el don de interpretar
las Escrituras. A uno lo confirma en la temperancia; a otro lo instruye en lo
pertinente a la misericordia; a éste le enseña a ayunar y a soportar el
esfuerzo de la vida ascética; a aquél a despreciar las cosas corporales; a otro
más lo hace apto para el martirio. Así, se manifiesta diverso en cada uno,
permaneciendo él siempre igual en sí mismo, tal como está escrito: A cada uno
se le otorga la manifestación del Espíritu Santo para común utilidad.
Su actuación en el alma es suave y apacible, su
experiencia es agradable y placentera y su yugo es levísimo. Su venida va
precedida de los rayos brillantes de su luz y de su ciencia. Viene con la
bondad de genuino protector; pues viene a salvar, a curar, a enseñar, a
aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar, en primer lugar, la mente del
que lo recibe y, después, por las obras de éste, la mente de los demás.
Y, del mismo modo que el que se hallaba en tinieblas,
al salir el sol, recibe su luz en los ojos del cuerpo y contempla con toda
claridad lo que antes no veía, así también al que es hallado digno del don del
Espíritu Santo se le ilumina el alma y, levantando por encima de su razón
natural, ve lo que antes ignoraba.
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