Habían sido ya cumplidos los designios de Dios sobre
la tierra; pero era del todo necesario que fuéramos hechos partícipes de la
naturaleza divina de aquel que es la Palabra, esto es, que nuestra vida
anterior fuera transformada en otras diversas, empezando así para nosotros un
nuevo modo de vida según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la
comunicación del Espíritu Santo.
Y el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera
enviado sobre nosotros era el de la partida de Cristo, nuestro Salvador.
En efecto, mientras Cristo convivió visiblemente con
los suyos, éstos experimentaban -según es mi opinión- su protección continua;
más, cuando llegó el tiempo en que tenía que subir al Padre celestial, entonces
fue necesario que siguiera presente, en medio de sus adictos, por el Espíritu,
y que este Espíritu habitara en nuestros corazones, para que nosotros,
teniéndolo en nuestro interior, exclamáramos confiadamente: Padre, y nos
sintiéramos con fuerza para la práctica de las virtudes y, además, poderosos e
invencibles frente a las acometidas del demonio y las persecuciones de los
hombres, por la posesión del Espíritu que todo lo puede.
No es difícil demostrar, con el testimonio de las
Escrituras, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, que el Espíritu
transforma y comunica una vida nueva a aquellos en cuyo interior habita.
Samuel, en efecto, dice a Saúl: Te invadirá el
Espíritu del Señor, te convertirás en otro hombre. Y san Pablo afirma; Y todos
nosotros, reflejando como en un espejo en nuestro rostro descubierto la gloria
del Señor, nos vamos transformando en su propia imagen, hacia una gloria cada
vez mayor, por la acción del Señor, que es Espíritu. Porque el Señor es
Espíritu.
Vemos, pues, la transformación que obra el Espíritu en
aquellos cuyo corazón habita. Fácilmente los hace pasar del gusto de las cosas
terrenas a la sola esperanza de las celestiales, y del temor y la pusilanimidad
a una decidida y generosa fortaleza de alma. Vemos claramente que así sucedió
en los discípulos, los cuales, una vez fortalecidos por el Espíritu, no se
dejaron intimidar por sus perseguidores, sino que permanecieron tenazmente
adheridos al amor de Cristo.
Es verdad, por tanto, lo que nos dice el Salvador; Os
conviene que yo vuelva al cielo, pues de su partida dependía la venida del
Espíritu Santo.
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