Yo he sentido,
Señor, tu voz amante,
en el misterio de
las noches bellas,
y en el suave
temblor de las estrellas
la armonía gocé de
tu semblante.
No me llegó tu
acento amenazante
entre el fragor de
trueno y de centellas;
al ánima llamaron tus
querellas
como el tenue
vagido de un infante.
¿Por qué no
obedecí cuando te oía?
¿Quién me hizo
abandonar tu franca vía
y hundirme en las
tinieblas del vacío?
Haz, mi dulce
Señor, que en la serena
noche vuelva a
escuchar tu cantinela;
¡ya no seré
cobarde, Padre mío! Amén.
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