Cuando nuestro
Señor Jesucristo, amadísimos hermanos, predicaba el Evangelio del reino y
recorría toda la región de Galilea curando enfermedades, la fama de sus
milagros se divulgó por toda Siria, y de todas las regiones de Judea muchos
acudían a este médico divino. Pero como la fe de los hombres ignorantes es
siempre necio y torpe para creer lo que no ve y esperar lo que no palpa, la
sabiduría divina creyó oportuno acrecentarla por medio de dones corporales y
robustecerla por medio de milagros visibles: así, al experimentar cuán
bondadoso era su poder, no durarían tampoco de lo saludable que eran sus
enseñanzas.
Por ello, el
Señor, para ir convirtiendo los dones corporales en remedio del espíritu y
pasar de la curación de los cuerpos a la salud de las almas, se separó de las
turbas que lo rodeaban y, con sus apóstoles, subió a un monte cercano. Sentóse
entonces en la sublimidad de la cátedra mística, indicando con el lugar
escogido y con la actitud tomada que él era aquel mismo que en otro tiempo
había hablado a Moisés, también desde un monte; pero con la diferencia de que
entonces lo hizo con gran severidad y con palabras terribles, y ahora, en
cambio, lo hacía con bondad y clemencia, para que así se cumpliera lo que había
anunciado el profeta Jeremías: Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que
haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. Después de
aquellos días -oráculo del Señor-: Pondré mi ley en su pecho, la escribiré en
sus corazones.
El mismo, por
tanto, que había hablado a Moisés se dirige ahora a los apóstoles: así la ágil
mano del Verbo iba grabando en los corazones de los discípulos los mandamientos
de la nueva ley, pero no como entonces, rodeado de densas nubes, ni por medio
de truenos y relámpagos que atemorizan al pueblo, alejándolo del monte, sino
con la manifiesta suavidad de un diálogo que se dirige a los que están cerca.
De esta forma la suavidad de la gracia anulaba la esperanza de la ley, y el
espíritu de adopción suplantaba el temor servil.
Y cuál sea la
doctrina de Cristo, se manifiesta en sus mismas palabras; con ellas el Señor
quiere declarar los diversos grados por los que debe ir subiendo quien desea
llegar a la felicidad eterna. Dichosos los pobres de espíritu -dice-. Porque de
ellos es el reino de los cielos. A qué pobres se refiera la Verdad, tal vez
quedaría confuso si dijera sólo: Dichosos los pobres, sin añadir de que clase
de pobreza se trataba; a muchos, en efecto, se les podría ocurrir que era sólo
cuestión de aquella indigencia material que muchos padecen por necesidad y que
ella era suficiente para merecer el reino de los cielos. Pero al decir:
Dichosos los pobres de espíritu, el Señor manifiesta que el reino de los cielos
pertenece a aquellos que son pobres más por humildad de su espíritu que por la
carencia de fortuna.
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