¡Qué deseables son
tus moradas! Mi alma se consume y anhela llegar a los atrios del Señor, es
decir, desea llegar a la Jerusalén del cielo, la gran ciudad de Dios vivo.
El profeta nos
muestra cuál sea la razón por la que desea llegar a los atrios del Señor: Lo
deseo, Señor Dios de los ejércitos celestiales, Rey mío y Dios mío, porque son
dichosos los que viven en tu casa, la Jerusalén celestial. Es como si dijera:
¿Quién no anhelará penetrar en tu tabernáculo si son dichosos los que viven en
tu casa? Atrios y casa significan aquí lo mismo. Y cuando dice aquí dichosos ya
se sobreentiende que tienen tanta dicha cuanto el hombre es capaz de concebir.
Por ello son dichosos los que habitan en sus atrios, porque alaban a Dios con
un amor totalmente definitivo, que durará por los siglos de los siglos, es
decir, eternamente; y no podrían alabar eternamente, sino fueran eternamente
dichosos.
Esta dicha nadie
puede alcanzarla por sus propias fuerzas, aunque posea ya la esperanza, la fe y
el amor; únicamente la logra el hombre dichoso que encuentra en ti su fuerza y
con ella dispone su corazón para que llegue a esta suprema felicidad, que es lo
mismo que decir: únicamente alcanza esta suprema dicha aquel que, después de
ejercitarse en las diversas virtudes y buenas obras, recibe además el auxilio
de la gracia divina; pues por sí mismo nadie puede llegar a esta suprema
felicidad, como lo afirma el mismo Señor: Nadie sube al cielo -se entiende por
sí mismo-, sino el Hijo del hombre, que está en el cielo.
Afirmo que dispone
su corazón para subir hasta esta suprema felicidad porque, de hecho, el hombre
se encuentra en un árido valle de lágrimas, es decir, en un mundo que, en
comparación con la vida eterna, que viene a ser como un monte repleto de
alegría, es un valle profundo donde abundan los sufrimientos y las
tribulaciones.
Pero como sea que
el profeta declara dichoso al hombre que encuentra en ti fuerza, podría alguien
preguntarse: ¿Concede Dios su ayuda para conseguir esto? A ello respondo: Sin
duda alguna, Dios concede a los santos este auxilio. En efecto, nuestro
legislador, Cristo, el mismo que nos dio la ley, nos ha dado y continuará
dándonos sin cesar sus bendiciones; con ellas nos irá elevando hacia la dicha
suprema y así subiremos, de altura en altura, hasta que lleguemos a contemplar
a Cristo, el Dios de dioses; él nos divinizará en la futura Jerusalén del
cielo: por ello allí podremos contemplar al Dios de los dioses, es decir, a la
Santa Trinidad en sus mismos santos; es decir, nuestra inteligencia sabrá
descubrir en nosotros mismos a aquel Dios a quien nadie en este mundo pudo ver
y de esta forma Dios lo será todo en todos.
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