Yo y el Padre vendremos a fijar en él nuestra morada.
Que cuando venga encuentre, pues, tu puerta abierta, ábrele tu alma, extiende
el interior de tu mente para que pueda contemplar en ella riquezas de rectitud,
tesoros de paz, suavidad de gracia. Dilata tu corazón, sal al encuentro del sol
de la luz eterna que ilumina a todo hombre. Esta luz verdadera brilla para
todos, pero el que cierra sus ventanas se priva de sí mismo de la luz eterna.
También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque
tiene poder para entrar, no quiere sin embargo ser inoportuno, no quiere
obligar a la fuerza.
El salió del seno de la Virgen como el sol naciente,
para iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz los que
desean la claridad del resplandor sin fin, aquella claridad que no irrumpe
noche alguna. En efecto, a este sol que vemos cada día suceden las tinieblas de
la noche; en cambio, el sol de justicia nunca se pone, porque a la sabiduría no
sucede la malicia.
Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo.
Nuestra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por
esta puerta entre Cristo. Por esto dice la Iglesia en el Cantar de los
Cantares: La voz de mi amado llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo
desea entrar: ¡Ábreme, hermana mía, amada mía, paloma mía! Que está mi cabeza
cubierta de rocío, y mis cabellos de la escarcha de la noche.
Considera cuándo es principalmente que llama a tu
puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está cubierta del rocío de la
noche. Él se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que
nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de
rocío o de escarcha cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues, es
cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado
a retirarse. Porque si estás dormido y tu corazón no está en vela, se marcha
sin haber llamado; pero si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra
la puerta.
Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros
aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Portones!, alzad los dinteles, levantaos,
puertas antiguas; va a entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los
dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el
triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puertas, pues leemos en el
salmo lo que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las puertas del
triunfo.
Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la
que viene Cristo y llama. Ábrete, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a
su Esposa.
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