Dios elige a una virgen de la descendencia real de
David; y esta virgen, destinada a llevar en su seno el fruto de una sagrada
fecundación, antes de concebir corporalmente a su prole, divina y humana a la
vez, la concibió en su espíritu. Y, para que no es espantara, ignorando los
divinos, al observar en su cuerpo unos cambios inesperados, conoce, por la
conversación con el ángel, lo que el Espíritu Santo ha de operar en ella. Y la
que ha de ser Madre de Dios confía en que su virginidad ha de permanecer sin
detrimento. ¿Por qué había de dudar de este nuevo género de concepción, si se
le promete que el Altísimo pondrá en juego su poder? Su fe y su confianza
quedan, además, confirmadas cuando el ángel le da una prueba de la eficacia
maravillosa de este poder divino, haciéndole saber que Isabel ha obtenido
también una inesperada fecundidad: el que es capaz de hacer concebir a una
mujer estéril puede hacer lo mismo con una mujer virgen.
Así, pues, el Verbo de Dios, qué es Dios, el Hijo de
Dios, que ya al comienzo estaba con Dios, por quien empezaron a existir todas
las cosas, y ninguna de las que existen a ser sino por él, se hace hombre para
librar al hombre de la muerte eterna; se abaja hasta asumir su pequeñez, sin
menguar por ello su majestad, de tal modo que, permaneciendo lo que era y
asumiendo lo que no era, une la auténtica condición de esclavo a su condición
divina, por la que es igual el Padre: la unión que establece entre ambas naturalezas
es tan admirable, que ni la gloria de la divinidad absorbe la humanidad, ni la
humanidad disminuye en nada la divinidad.
Quedando, pues, a salvo el carácter propio de cada una
de las naturalezas, y unidas ambas en una sola persona, la majestad asume la
humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la
deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se
une a la naturaleza pasible, Dios verdadero y hombre verdadero se conjugan
armoniosamente en la única persona del Señor; de este modo, tal como convenía
para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres pudo a
la vez morir y resucitar, por la conjunción en él de esta doble condición. Con
razón, pues, este nacimiento había de dejar intacta la virginidad de la madre,
ya que fue a la vez salvaguarda del pudor y alumbramiento de la verdad.
Tal era, amadísimos, la clase de nacimiento que
convenía a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios; con él se mostró igual a
nosotros por su humanidad, superior a nosotros por su divinidad. Si no hubiera
sido Dios verdadero, no hubiera podido remediar nuestra situación si no hubiera
sido hombre verdadero, no hubiera podido darnos ejemplo.
Por eso, al nacer el Señor, los ángeles cantan llenos
de gozo: Gloria a Dios en el cielo, y proclaman; y en la tierra paz a los
hombres que ama el Señor. Ellos ven, en efecto, que la Jerusalén celestial se
va edificando por medio de todas las naciones del orbe. ¿Cómo, pues, no habría
de alegrarse la pequeñez humana ante esta obra inenarrable de la misericordia
divina, cuando incluso los coros sublimes de los ángeles encontraban en ella un
gozo tan intenso?
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