Oh hombre, imita a la tierra; produce fruto igual que
ella, no sea que parezcas peor que ella, que es un ser inanimado. La tierra
produce unos frutos de los que ella no ha de gozar, sino que están destinados a
su provecho. En cambio, los frutos de beneficencia que tú produces los
recolectas en provecho propio, ya que la recompensa de las buenas obras
revierte el beneficio de los que las hacen. Cuando das al necesitado, lo que le
das se convierte en algo tuyo y se te devuelve acrecentado. Del mismo modo que
el grano de trigo, al caer en tierra, cede en provecho del que lo ha sembrado, así
también el pan que tú das al pobre te proporcionará en el futuro una ganancia
no pequeña. Procura, pues, que el fin de tus trabajos sea el comienzo de la
siembra celestial: Sembrad para vosotros mismos en justicia, dice la Escritura.
Tus riquezas tendrás que dejarlas aquí, lo quieras o
no; por el contrario, la gloria que hayas adquirido con tus buenas obras la llevarás
hasta el Señor, cuando, rodeado de los elegidos, ante el juez universal, todos proclamarán
tu generosidad, tu largueza y tus beneficios, atribuyéndote todos los
apelativos de tu humanidad y benignidad. ¿Es que no ves cómo muchos dilapidan
su dinero en los teatros, en los juegos atléticos, en las pantomimas, en las
luchas entre hombres y fieras, cuyo solo espectáculo repugna, y todo por una
gloria momentánea, por el estrépito y aplauso del pueblo?
Y tú, ¿serás avaro, tratándose de gastar en algo en
algo que ha de redundar en tanta gloria para ti? Recibirás la aprobación del
mismo Dios, los ángeles te albarán, todos los hombres que existen desde el
origen del mundo te proclamarán bienaventurado; en recompensa por haber administrado
rectamente unos bienes corruptibles, recibirás la gloria eterna, la corona de
justicia, el reino de los cielos. Y todo esto tiene sin cuidado, y por el afán de
los bienes presentes menosprecias aquellos bienes que son el objeto de nuestra
esperanza. Ea, pues, reparte tus riquezas según convenga, sé liberal y espléndido
en dar a los pobres. Ojalá pueda decirse también de ti: Reparte limosna a los
pobres, su caridad es constante.
Deberías estar agradecido, contento y feliz por el
honor que se te ha concedido, al no ser tú quien ha de importunar a la puerta
de los demás, sino los demás quienes acuden a la tuya. Y en cambio te retraes y
te haces casi inaccesible, rehúyes el encuentro con los demás, para no verte
obligado a soltar ni una pequeña dádiva. Sólo sabes decir: No tengo nada que
dar, soy pobre. En verdad eres pobre y privado de todo bien: pobre en amor,
pobre en humanidad, pobre en confianza en Dios, pobre en esperanza eterna.
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