María iba reflexionando sobre todas las cosas que
había conocido leyendo, escuchando, mirando y de este modo su fe iba en aumento
constante, sus méritos crecían, su sabiduría se hacía más clara y su caridad
era cada vez más ardiente. Su conocimiento y , la penetración, siempre
renovados, de los misterios celestiales la llenaban de alegría, la hacían gozar
de la fecundidad del Espíritu, la atraían hacia Dios y la hacían perseverar en
su propia humildad. Porque en esto consisten los progresos de la gracia divina,
en elevar desde lo más humilde hasta lo más excelso y en ir transformando de
resplandor en resplandor. Bienaventurada el alma de la Virgen que, guiada por
el magisterio del Espíritu que habitaba en ella, se sometía siempre y en todo a
las exigencias de la Palabra de Dios.
Ella no se dejaba llevar por su propio instinto o
juicio, sino que su actuación exterior correspondía siempre a las insinuaciones
internas de la sabiduría que nace de la fe. Convenía, en efecto, que la
sabiduría divina, que se iba edificando la casa de la Iglesia para habitar en
ella, se valiera de María santísima para lograr la observancia de la ley, la
purificación de la mente, la justa medida de la humildad y el sacrificio
espiritual.
Imítala tú, alma fiel. Entra en el templo de tu
corazón, si quieres alcanzar la purificación espiritual y la limpieza de todo
contagio de pecado. Allí Dios atiende más la intención que a la exterioridad de
nuestras obras. Por esto, ya sea que por la contemplación salgamos nosotros
mismos para reposar en Dios, ya sea que nos ejercitemos en la práctica de las
virtudes o que nos esforcemos en ser útiles a nuestro prójimo con nuestras
buenas obras, hagámoslo de manera que la caridad de Cristo sea lo único que nos
apremie. Éste es el sacrificio de la purificación espiritual, agradable a Dios,
que se ofrece no en un templo hecho por mano de hombres, sino en el templo del
corazón, en el que Cristo el Señor entra de buen grado.
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